El sueño del daimon

Intermedio

Tras varios días de agonía, Arandú abrió los ojos y tocó su pecho. Todavía podía sentir el dolor del flechazo, aunque ya con poca intensidad.

Su nariz detectó unos extraños aromas y, lentamente, giró la cabeza para reconocer el lugar.

Hacia su derecha había hierbas aromáticas, vasijas de barro y algún que otro telar colgado por las paredes de la cueva. Y hacia su izquierda, vio una pequeña olla con restos de madera sobre su base.

Recordó que él y Yerutí habían sido capturados por aquel chamán y, luego, que Yerutí lo dejó. Esta vez sintió un dolor en su corazón. No por la herida, sino por esa terrible sensación de abandono, ese sentimiento de vacío y desesperación al no saber a quien acudir para sentirse a salvo.

Aunque su hermana le prometió que regresaría, todavía tenía mucho miedo. No era por desconfianza, solo pensaba que, durante el viaje, podría salir lastimada por el ataque de una bestia o, peor aún, muerta. No, no quería perderla a ella también.

Con eso en mente, procedió a levantarse para salir de la cueva y buscar a su hermana. Pero apenas levantó su torso y sintió un ardor en el cuello que lo forzó a acostarse de nuevo. Se dio cuenta de que el maldito chaman le había colocado aquella molestosa cuerda que portan los daimones en cautiverio para evitar que se rebelen contra sus dueños.

Justo en ese momento, Marangatú regresó con un cesto cargado con frutas. Al verlo despierto, sonrió y dijo:

  • Me alegro de que estés mejor. Pero todavía es muy pronto para marcharse.

Se acercó al joven daimon, apoyó el cesto a un costado y sacó de ahí un fruto de mburukuja.

  • Come.

Al principio, Arandú se negó. Pero como el ardor de la cuerda regresó con mayor intensidad, no tuvo otra opción que aceptar la fruta. Así, Marangatú siguió alimentándolo sin problemas.




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