El sueño del daimon

Capítulo 27. El plan de Marangatú

La temperatura comenzó a bajar drásticamente. La oscuridad envolvió cada centímetro de su cuerpo. El dolor iba desapareciendo poco a poco, hasta no sentir ya más nada. La mente de Yerutí se calmó, como las aguas estáticas de un lago muerto.

“Así es lo que se siente morir” pensó Yerutí.

Si. Había muerto. O eso creía. Pero ante esa aparente tranquilidad de la muerte, se negaba a aceptar su final ya que todavía tenía muchas cosas que hacer.

  • Arandú… todavía debo salvarlo… Y Anahí… ¿Habrá conseguido escapar de Pombero? ¿Y qué pasará con Angapovó? ¿Los guardianes lograrán reunirse al fin? ¿Lambaré podrá regresar a su tribu? Todos ellos… No puedo… seguir… así…

Un momentáneo brillo blanco inundó la oscuridad y, pronto, sintió que su cuerpo comenzó a elevarse hacia el infinito, como si el viento la impulsase a salir de ese pozo oscuro. Pero no podía abrir los ojos, solo percibió la luz tras sus párpados cerrados, en espera de su recuperación.

Y fue ahí que, en una especie de ensoñación, sintió que un par de brazos la rodeaban y acurrucaban, sintiendo aquella calidez de antaño que dejó al olvido tras su tormentosa vida en cautiverio.

  • ¡Yerutí! ¿Yerutí? ¡Despierta!

“Esa voz es…”

Apenas la escuchó, abrió los ojos y se encontró con el rostro sonriente de su madre.

Yerutí volvió a ser una niña, con sus alas intactas y su madre viva. Ambas se dieron un abrazo y estuvieron así por un buen rato. Luego, se separaron para mirarse y se dieron cuenta que, aún estando en distintas moradas temporales, todavía mantenían intacta esa conexión de madre e hija que juraron mantener aún después de la muerte.

  • Me gustaría estar así contigo, para siempre – le dijo Yerutí.
  • Yo también, mi cielo – le dijo su madre, cuyos ojos comenzaron a empañarse – pero todavía hay algo que debes hacer.

En la mente de la pequeña daimon solo surgió un solo recuerdo: Arandú.

Pero antes de seguir divagando en sus pensamientos, su madre siguió hablando y prefirió escucharla.

  • En la morada de los dioses, existe un árbol divino que posee todos los conocimientos del universo. Quien coma de su fruto podrá ser igual a un dios… pero condenará a su estirpe a una maldición. Eso pasó con los daimones en aquella era en que éramos adorados como dioses. Nuestra ambición nos llevó al desprecio y a la extinción.
  • Ese árbol… ¿No es el que aparece en mi sueño? – preguntó Yerutí.
  • Así es. Y ahora, solo queda en ti evitar que se repita este error. El destino del mundo y de los daimones está ahora en tus manos ya que te aliaste con un humano de alma corrupta por la ambición y la crueldad.

El cuerpo de la daimon comenzó a desvanecerse y separarse de su hija, como si se estuviera elevando por los aires. Yerutí extendió sus pequeños brazos, pero ya no conseguía alcanzarla. Sus alas se abrieron y comenzó a volar, pero chocó contra el sol y sus alas comenzaron a quemarse por sus potentes rayos dorados. Es así como volvió a caer en picada y se vio envuelta en la oscuridad.

En instantes, sintió que el dolor de su cuerpo regresaba con intensidad. También sintió que varias manos la tocaban por todas partes, con bastante delicadeza. Sus párpados comenzaron a temblar y pudo escuchar las voces de Angapovó y Anahí desde lo más lejano de su conciencia:

  • ¡Está despertando!
  • ¡Bien! ¡Lambaré, trae agua!
  • ¿Será que esto servirá?
  • ¡No hay de otra! Al menos, parece que todavía podrá moverse…

Cuando Yerutí abrió los ojos, se encontró con los ojos llorosos de Anahí. Su triste expresión pasó de la sorpresa a la alegría al ver que la joven daimon seguía viviendo. Yerutí intentó moverse, pero todos los golpes y fracturas surgieron en su cuerpo como si mil flechas le atravesaran la piel.

Lambaré trajo el agua que contenía con tan solo sus manos y Anahí sumergió en ella un pequeño paño de tela para colocárselo en la frente de su paciente.

  • Será mejor que no te muevas – le indicó Anahí a Yerutí – Caíste de una gran altura… tu cuerpo intentó “volar” pero… bueno… - al decir esto, su rostro se ensombreció. Pero continuó intentando mostrar una sonrisa de optimismo – por suerte, el cuerpo de un daimon es muy resistente a estos embistes. Un humano ordinario habría muerto al instante.
  • También deberías descansar – la interrumpió Lambaré, mientras apoyaba sus manos en sus hombros – Estás malherida y no puedes caminar con tu talón torcido. Deja que Angapovó y yo nos encarguemos de cuidarlas.

Yerutí pudo observar que Anahí estaba cubierta de vendajes hechos con hojas largas y, además, llevaba el taparrabos más ajustado de lo normal, como si intentase contener la sangre que seguía derramándose de entre sus piernas. Supuso que Pombero la había torturado por varios días, pero aun tuvo el suficiente cuidado de mantenerla “completa” para obtener las llaves de la morada celestial.

Mientras Lambaré acostaba a Anahí al lado de Yerutí, la joven daimon giró la cabeza hacia otro lado y se fijó en los guardianes. Ellos estaban formando un círculo alrededor de Katu, quien estaba profundamente dormido. En su cuello colgaba un collar hecho con cuerdas y trozos de madera de pindó, el cual lograba neutralizar su adicción a la carne cruda.

  • Han tardado horas en contenerlo – explicó Angapovó a Yerutí, mientras procedía a ajustarle los vendajes – no sabes el lío que se armó arriba: cuando llegamos, Chapai había clavado varias estacas de madera en la espalda de Katu, y Anahí no paraba de invocar a los espíritus del fuego y viento para que la rodeasen por completo. Lambaré también estaba ahí y, sin dudarlo, clavó su lanza en el corazón de Pombero. Los demás guardianes se acercaron para ayudar a su hermano mayor y yo tuve que sobrevolar parte de la cordillera para localizarte. Me angustié verte en tal situación, fue una suerte que a Anahí todavía le quedaran energías para curarte.
  • Al menos estamos juntos de vuelta – dijo Yerutí – pero no podemos quedarnos varados aquí, tenemos que terminar con la misión antes de que sea tarde.
  • ¿Por qué dices eso?




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