El sueño del daimon

Capítulo 32. El principio de todo

  • No lo entiendo. ¿No se supone que las llaves pierden su efecto al ser extraídas de sus cuerpos?
  • En teoría, sí. Pero Juicho puede succionar las almas y, por ende, mantener el poder de las llaves en su interior por toda esa energía vital que ha devorado a través de las eras.

Mientras estaban buscando al guardián, Yerutí conversó brevemente con Chapai y Eireka sobre el porqué el menor de sus hermanos era bastante poderoso. La joven daimon todavía le costaba comprender la función de las almas y los espíritus de la naturaleza, pero de algo estaba segura: el poder controlarlos le haría cambiar su perspectiva sobre el universo y comprender un poco más tanto a los guardianes como a los daimones y humanos.

  • Pero no creo que Juicho se atreva a atacarlos – dijo Yerutí, intentando sonar optimista.
  • Su lado bestial no discrimina a nadie – le respondió Eireka, con un tono de pesadumbre – si nos los encontramos en su modo bestial, lo mejor será mantenernos alejados o, en todo caso, alimentarlo con esa cabeza – añadió, señalando la cabeza de Pombero que la joven daimon sostenía con ambas manos.
  • Sí. De todas formas, Luriel y Jaimei trabajarían en conjunto para invocar a los espíritus de las nubes nocturnas y ocultar la luz de la luna por un breve periodo de tiempo – explicó Eireka.
  • Entonces agudizaré mis oídos – dijo Yerutí – así, si escucho al Luisón, podré actuar a tiempo.

Yerutí recordó esa charla y lamentó que las cosas no hubiesen salido bien. Los siete guardianes fueron sacrificados y Marangatú consiguió abrir el portal. Pero en el fondo de su mente, se negaba a aceptar tremenda derrota, por lo que dio un brusco movimiento y consiguió zafarse del brazo de Angapovó para caer hasta el suelo.

  • ¡Hermana! ¿Qué haces? – la llamó Arandú
  • ¡Angapovó! ¡Cuida de Arandú! – le pidió Yerutí al daimon salvaje y fue a seguir a Marangatú.

Anahí, quien aún no se había recuperado del todo, procedió a rezar para que los espíritus de la naturaleza acompañaran a Yerutí y le dieran la oportunidad de ser controlados por ella. La joven daimon sintió sus energías recorrer por sus venas y, por un instante, se sintió capaz de poder alterar la realidad de su entorno. Pero en esos momentos, solo tenía un objetivo en mente, por lo que se dio valor para perseguir al terrible chamán.

Marangatú, por su parte, estaba tan absorto en cruzar el portal que no prestó atención a su alrededor. Su mirada se dirigió hacia unas enormes raíces gigantes, que parecían extenderse por varios kilómetros de forma desproporcionada. Era la “raíz” de Ñamandu, el cual fue creciendo como un vegetal y se convirtió en la esencia misma del universo.

  • Los mitos son reales – dijo Marangatú, extendiendo los brazos y lanzando una sonrisa de triunfo – Todo inició aquí, en la morada divina, donde se plantó el árbol sagrado del conocimiento.

Ayudado por el espíritu del aire, Marangatú pudo aligerar su cuerpo para comenzar a elevarse hacia arriba, sorteando entre las infinitas ramas surgidas a lo largo del tronco del “origen”. Y tal como lo había predicho, en la copa se hallaban las frutas divinas que le darían el conocimiento universal.

  • Solo uno – dijo Marangatú, tomando un fruto con una mano – solo basta comerme uno para convertirme en un dios.
  • ¡Pues cómete ésta, viejo loco! – dijo Yerutí quien, repentinamente, apareció frente a él y le prendió una fuerte trompada.
  • ¿Pero qué? – dijo un aturdido Marangatú quien, de la sorpresa, dejó caer la fruta que se perdió entre la espesura de las ramificaciones.
  • ¡Esto acaba aquí y ahora – le advirtió Yerutí, señalándolo con el dedo índice - ¡No te perdonaré que me hayas engañado!

Marangatú resopló con fastidio. Se había olvidado por completo de los daimones. Pero lo que más le intrigaba era que Yerutí podía volar sin tener alas. Solo los chamanes experimentados podían lograr tal hazaña, y se suponía que los daimones estaban malditos. Al menos que…

  • Tu gentil hija me “prestó” sus poderes – le respondió Yerutí, mostrándole una sonrisa de triunfo.
  • ¡Ay, que ignorancia! Los chamanes no tenemos “poderes” – le dijo Marangatú, dándose una palmada en la frente
  • ¿Y entonces qué tienen?
  • ¡Ganas de deshacernos de molestias como tú!

Al decir esto, se abalanzó sobre la joven daimon y le dio un golpe en el mentón, logrando alejarla varios metros de distancia hasta hacerla chocar contra las ramas del gigantesco árbol.

Una vez que consiguió deshacerse de su contrincante, Marangatú volvió a tomar otro fruto para llevárselo a la boca. Pero apenas apoyó sus labios en su superficie, un pequeño dardo improvisado dio con la fruta y se le volvió a resbalar de las manos. Había sido, Yerutí tomó un fragmento de rama con punta filosa, la talló con sus propias uñas y lo lanzó tal cual una flecha.

Luego de eso, se acercó hacia la copa del árbol y comenzó a arrancar todos los frutos para tirarlos bien lejos de Marangatú. Éste, mirándolo con incredulidad, le dijo:

  • ¡Estúpida! ¿Crees que podrás derribar todos los frutos del árbol divino? ¡Son casi tan infinitos como las estrellas!
  • ¡No me importa si me lleva toda la vida hacerlo! – dijo Yerutí, sin dejar de derribarlos - ¡Nunca dejaré que logres tu cometido, bastardo!

Marangatú invocó al espíritu del viento para mandar a Yerutí bien lejos. Pero ella hizo que el espíritu de las plantas inmovilizara el cuerpo del chamán con las propias ramas del árbol.

  • ¡Guau! – exclamó Yerutí, mirándose las manos - ¿Entonces así se siente controlar a los espíritus de la naturaleza?

La energía de los espíritus recorría su piel, como pequeños servidores invisibles listos para cumplir sus deseos. Recordó que le habían dicho que los daimones habían sido maldecidos por los dioses para no tener esa habilidad. Pero en la morada celestial, ante la presencia del “origen de todo”, sentía cómo su sangre divina fluía rápidamente por sus venas, llenándola de un nuevo vigor. Quizás el “origen” no solo implicaba “volver a nacer” sino también el de recuperar la esencia perdida de sus ancestros tras varias eras de desprecio y exterminio.




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