Mientras estaban buscando al guardián, Yerutí conversó brevemente con Chapai y Eireka sobre el porqué el menor de sus hermanos era bastante poderoso. La joven daimon todavía le costaba comprender la función de las almas y los espíritus de la naturaleza, pero de algo estaba segura: el poder controlarlos le haría cambiar su perspectiva sobre el universo y comprender un poco más tanto a los guardianes como a los daimones y humanos.
Yerutí recordó esa charla y lamentó que las cosas no hubiesen salido bien. Los siete guardianes fueron sacrificados y Marangatú consiguió abrir el portal. Pero en el fondo de su mente, se negaba a aceptar tremenda derrota, por lo que dio un brusco movimiento y consiguió zafarse del brazo de Angapovó para caer hasta el suelo.
Anahí, quien aún no se había recuperado del todo, procedió a rezar para que los espíritus de la naturaleza acompañaran a Yerutí y le dieran la oportunidad de ser controlados por ella. La joven daimon sintió sus energías recorrer por sus venas y, por un instante, se sintió capaz de poder alterar la realidad de su entorno. Pero en esos momentos, solo tenía un objetivo en mente, por lo que se dio valor para perseguir al terrible chamán.
Marangatú, por su parte, estaba tan absorto en cruzar el portal que no prestó atención a su alrededor. Su mirada se dirigió hacia unas enormes raíces gigantes, que parecían extenderse por varios kilómetros de forma desproporcionada. Era la “raíz” de Ñamandu, el cual fue creciendo como un vegetal y se convirtió en la esencia misma del universo.
Ayudado por el espíritu del aire, Marangatú pudo aligerar su cuerpo para comenzar a elevarse hacia arriba, sorteando entre las infinitas ramas surgidas a lo largo del tronco del “origen”. Y tal como lo había predicho, en la copa se hallaban las frutas divinas que le darían el conocimiento universal.
Marangatú resopló con fastidio. Se había olvidado por completo de los daimones. Pero lo que más le intrigaba era que Yerutí podía volar sin tener alas. Solo los chamanes experimentados podían lograr tal hazaña, y se suponía que los daimones estaban malditos. Al menos que…
Al decir esto, se abalanzó sobre la joven daimon y le dio un golpe en el mentón, logrando alejarla varios metros de distancia hasta hacerla chocar contra las ramas del gigantesco árbol.
Una vez que consiguió deshacerse de su contrincante, Marangatú volvió a tomar otro fruto para llevárselo a la boca. Pero apenas apoyó sus labios en su superficie, un pequeño dardo improvisado dio con la fruta y se le volvió a resbalar de las manos. Había sido, Yerutí tomó un fragmento de rama con punta filosa, la talló con sus propias uñas y lo lanzó tal cual una flecha.
Luego de eso, se acercó hacia la copa del árbol y comenzó a arrancar todos los frutos para tirarlos bien lejos de Marangatú. Éste, mirándolo con incredulidad, le dijo:
Marangatú invocó al espíritu del viento para mandar a Yerutí bien lejos. Pero ella hizo que el espíritu de las plantas inmovilizara el cuerpo del chamán con las propias ramas del árbol.
La energía de los espíritus recorría su piel, como pequeños servidores invisibles listos para cumplir sus deseos. Recordó que le habían dicho que los daimones habían sido maldecidos por los dioses para no tener esa habilidad. Pero en la morada celestial, ante la presencia del “origen de todo”, sentía cómo su sangre divina fluía rápidamente por sus venas, llenándola de un nuevo vigor. Quizás el “origen” no solo implicaba “volver a nacer” sino también el de recuperar la esencia perdida de sus ancestros tras varias eras de desprecio y exterminio.