Marangatú saboreó la fruta de sabor agridulce, atribuyéndole a las características del conocimiento. Pronto, los trozos que atravesaron su garganta hicieron efecto y sintió cómo su cuerpo se iba rejuveneciendo. También, recibió una inmensa energía interna que parecía acumular la esencia misma del universo entero. Poco a poco su cuerpo empezó a crecer, hasta al punto de percibir a Yerutí y Angapovó como moscas.
Dirigió su mirada hacia los dos daimones y, con un solo soplido, los mandó tan lejos que casi les perdió de vista.
Luego, tomó entre sus manos los restos de llamas que aún permanecieron en el árbol e hizo que le cubriesen todo el cuerpo. Así, decidió jugar con esos dos daimones que quedaron atrapados en la morada de los dioses, ya que a su vista solo eran unos insectos.
Yerutí comenzó a temblar. Ahora ella estaba ahí, varada en un sitio extraño y sin posibilidad de escapar. Angapovó, por su parte, intentó mantenerse alerta pero su cara se encontraba pálida por el terror. Sin embargo, miró fijamente a la joven daimon y le dijo:
Lastimosamente, Marangatú apareció delante de ellos, rodeándolos con sus llamas. Y extendiendo su mano hacia arriba, la bajó de inmediato con la intención de aplastarlos.
Angapovó consiguió esquivarlo, pero una pequeña flama esquiva se depositó en una de sus alas y perdió el equilibrio. Yerutí trepo sobre el daimon salvaje y apagó esa llama con sus manos, quemándose en el acto.
Su cuerpo volvió a incrementarse, pero esta vez, Yerutí notó que la piel del chamán se estaba descascarando. Así es que solo era cuestión de tiempo para que se autodestruyera por completo. Aún así, ¿Podrían resistir hasta que llegase ese lapso? Debía acelerar ese proceso.
Dando una rápida inspección del torso de Marangatú, notó una abertura en su pecho, en donde posiblemente podría introducirse fácilmente con ese tamaño. Así es que señaló hacia esa zona y le dijo a Angapovó:
Angapovó mordió sus labios y puso una expresión de desacuerdo. Pero, al final, decidió seguir el plan de Yerutí y, tomándola de las muñecas, giró sobre si mismo para poder lanzarla en esa apertura de forma más rápida y efectiva. Cuando creyó que era suficiente, la soltó y la joven daimon se perdió en esa zona.
Marangatú, por su parte, pensó que el daimon salvaje lanzó a su amiga entre las llamas para poder escapar sin ningún estorbo. Así es que se rio y bramó:
Yerutí logró entrar en esa apertura con éxito. En el interior del cuerpo del chamán no había llamas, pero si vio una complicada red de venas y arterías que estaban chorreando sangre por la cantidad de fluidos que debían distribuir por toda esa inmensa estructura corporal. La joven daimon agudizó los oídos y escuchó los latidos del corazón. Ya se encontraba cerca.
Mientras buscaba el órgano, recordó ese encuentro con el guardián de la oscuridad, a quien le quiso arrancarle el corazón para hacerse con la llave. Anahí le había dicho algo de que el corazón es una de las moradas del alma y que solo por eso las llaves podrían perder su poder si destruían ese órgano sin cuidado. Y aunque no lo supo de inmediato, de a poco comprobó que la sangre era la encargada de controlar la energía vital de un ser vivo y, por ende, brindaba la posibilidad de controlar a los espíritus de la naturaleza en ciertos humanos.
Y así caminó hasta llegar al corazón. Era un órgano tan grande como una colina, pero ya poseía algunas grietas y chorros de sangre como si fuese una bomba a punto de estallar. Tal como le había dicho Angapovó, podría esperar a que llegase al límite o acelerar el proceso. Pero como la paciencia nunca fue una virtud para ella, optó por lo segundo.
Debido a que volcó toda su fuerza, consiguió que ese órgano terminara de despedazarse por completo y, al instante, se vio bañada en sangre.
Por su parte, Marangatú consiguió quemar otra de las alas de Angapovó y, esta vez, el daimon salvaje no tenía nadie quien las apagara, por lo que comenzó a perder el equilibrio. Y mientras lo veía caer, el chamán sintió un fuerte dolor en el pecho que lo dejó sin aire. Después del dolor, vio cómo las llamas que cubrían su piel comenzaron a apagarse, presentando así un cuerpo carbonizado y despedazado, agrietándose rápidamente.