El sueño del daimon

Capítulo 35. El despertar de los dioses

Los dioses salieron de sus capullos y rodearon a los dos daimones en círculo. Luego, cambiaron sus formas hasta adquirir aspectos más humanos. Tres tenían la apariencia de hombres y uno el de una mujer. Uno de los dioses dio un paso y, mirando a los daimones, les dijo:

  • Soy Rupave, dios de los hombres y protector de la vida. Hemos resguardado la morada celestial por eras en nuestra eterna vigilia, pero ahora nos intriga sobre lo sucedido y cómo consiguieron llegar hasta aquí siendo simples mortales de estirpe maldecida.

Yerutí levantó la mirada y se encontró con un rostro inexpresivo y sin sentimientos, como si en su interior ya tuviese acumulado todo el conocimiento del universo. Tragó saliva y procedió a explicarle, brevemente, lo sucedido.

Cuando terminó, el dios con apariencia de mujer se acercó y dijo:

  • Eso que cuenta es gravísimo y atenta contra todo equilibrio universal. Me llamo Sypave, diosa de las mujeres y protectora de los reinicios, por lo que me veo obligada a restaurar este lugar con mi poder divino.
  • ¿Entonces mis hijos… murieron? – dijo el tercer dios detrás de ellos, quien miró sus pies y comenzó a lanzar un falso suspiro - ¿Nunca más los veré?
  • No te aflijas, Ñaña – le respondió Rupave – tus hijos cumplieron su propósito y sus esfuerzos serán recompensados.

Yerutí recordó que Jaimei había mencionado a Ñaña como su padre. Pero verlo ahí le dio una extraña sensación, ya que no parecía un papá triste por la pérdida de sus hijos, sino más bien un dios decepcionado por no lograr que su descendencia detuviera a un simple humano.

  • Al menos tus hijos se mantuvieron fieles a nosotros hasta el final – dijo el cuarto dios – los míos… al menos me alegro de que su descendencia haya redimido a mi estirpe – continuó, mirando a Yerutí y Angapovó con sus ojos vacíos.
  • No seas tan duro con tus descendientes, Porâ – le dijo Sypave – han sufrido bastante. Y, al final, los humanos resultaron ser peores que los daimones.
  • ¿Qué debemos hacer? – dijo Ñaña, con una expresión sombría - ¿Maldeciremos a los humanos ahora? ¿Les sacaremos su habilidad de controlar a los espíritus de la naturaleza tal como lo hicimos con los daimones en su momento?
  • No creo que sea necesario – dijo Porâ – solo basta con “limitar” esa habilidad. O, en todo caso, maldecir a la tribu del humano que probó el fruto divino con el sacrificio de los guardianes.
  • ¡Esperen! – dijo Yerutí, extendiendo su brazo hacia los dioses.

Éstos la miraron. Angapovó apoyó sus manos sobre sus hombros, con la intención de detenerla. Pero Yerutí, aun sintiendo temor ante esas deidades, continuó hablando:

  • Es cierto que ese chamán causó mucho daño y amenazó la existencia del universo, pero su hija hizo todo lo posible para detenerlo. ¡Sería injusto que ella y los hijos de sus hijos pagasen por los crímenes de ese maldito!

Hubo un largo y tenso silencio, en que las palabras de la joven daimon rebotaron en sus mentes y fluyeron por el aire. Mientras, el brote comenzó a extenderse cada vez más, hasta alcanzar el tamaño y aspecto de un pequeño arbusto. Rupave, al ver esto, se acercó a la planta que le alcanzaba por la cintura, acarició algunas hojas y dijo:

  • Eso está fuera de nuestra jurisdicción. Tendremos que consultarlo con nuestros padres.
  • ¿Padres? – preguntaron ambos daimones.
  • Tupa y Arasy – respondió Rupave – sus moradas son el sol y la luna situada a lo alto de los cielos. Son los que se encargan de mantener el equilibrio y ciclo vital de la morada de los mortales.
  • Descuida. Veremos entre todos los dioses una solución que pueda beneficiarlos a todos – dijo Sypave, mostrando por primera vez una sonrisa – pero lo que podemos hacer ahora, es liberarlos de su maldición.

Tanto Yerutí como Angapovó la miraron, asombrados. Ya habían escuchado que los daimones fueron maldecidos por los dioses por intentar desafiarlos en el pasado, pero nunca creyeron que ellos podrían revertir ese maleficio o siquiera tuviesen piedad por ellos.

  • ¿Estás segura, Sypave? – le preguntó Ñañá, desconfiado – los primeros daimones eran adorados por los humanos, así como adoraban a los guardianes, solo que los daimones se creyeron la gran cosa y se creyeron iguales a los dioses. Temo que las cosas se vuelvan a repetir de nuevo.
  • No hay nada que temer – intervino Porâ – he visto en sus almas y me percaté de que los daimones están desapareciendo de la faz de la Tierra. Y todo porque los humanos los están superando en número e inteligencia. No estaría mal perdonarlos y darles la oportunidad de reiniciar sus vidas sin esa tormentosa maldición.
  • ¡Solo lo dices porque son tus hijos!
  • Sean hijos míos o no, no debes pensar en negativo, Ñaña.
  • ¡Y tú piensas demasiado en positivo!
  • Ya dejen de pelear – interrumpió Rupave – Estoy de acuerdo con Sypave. Los daimones han pasado eras de dolor y sufrimiento y, ahora, están en peligro de extinción. Podemos liberarlos de su maldición, pero será difícil que vuelvan a ser tan numerosos como antes, y más si los humanos se han vuelto más curiosos y organizados, hasta el punto de poder domar las grandes bestias que conquistaron el mundo desde el inicio de los tiempos.
  • Todo es porque Tupa y Arasy los creó “a su imagen y semejanza” – suspiró Ñaña – si no fuese porque su mortalidad los limita, habrían llegado mucho más lejos.
  • Bueno, como sea – dijo Rupave – esto será muy largo y hay mucho que discutir.

Tras una breve pausa, miró a los dos daimones que todavía estaban expectantes por lo que harían o dirían los dioses a continuación. Luego, les dio la espalda y ordenó:

  • ¡Síganme!

Angapovó tomó a Yerutí de su brazo y dejó que ésta se apoyara sobre su hombro para poder caminar. La joven daimon agradeció el gesto y permitió que su amigo y mentor la ayudara a levantarse.




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