Tanto Yerutí como Angapovó contaron todo lo ocurrido en la morada de los dioses. Desde su enfrentamiento con el monstruoso Marangatú, cómo consiguieron derrotarlo y qué experiencias vivieron al hablar cara a cara con los dioses. Pero omitieron la parte en que éstos dijeron de maldecir a la estirpe del chamán codicioso, por si herían la sensibilidad de Anahí. Por suerte, ella ya se sentía un poco mejor cuando regresaron los daimones y, al ver que a Yerutí y Arandú le crecieron las alas, dijo:
Todos bajaron la cabeza y guardaron silencio por unos minutos en su memoria. En verdad que, tras esa larga temporada de convivencia, estrecharon un fuerte vínculo con los guardianes hasta el punto de querer disfrutar de más aventuras con ellos. Y ahora ya no estaban, desaparecieron tanto en cuerpo como en alma. Arandú, quien había estado cautivo todo ese tiempo, quiso buscar algunas palabras de apoyo, pero solo balbuceó por lo bajo. Al final, Yerutí apoyó la mano sobre el hombro de su hermano y le dijo:
Tanto daimones como humanos se miraron. Era difícil separarse, pero debían seguir sus propios caminos. Al final, Yerutí y Anahí se dieron un gran abrazo, sin dirigirse la palabra. No tenían ya nada más que decirse, solo mantener ese recuerdo de cuando dejaron de lado sus prejuicios y diferencias, tratándose ambas como iguales a lo largo de ese viaje por los distintos rincones de la Selva Guaraní.
Los hermanos daimones se acercaron a Angapovó y, dirigiendo una última mirada a la pareja de humanos, extendieron sus alas y remontaron el vuelo hasta perderse en el cielo.
Al principio, a Yerutí y Arandú les costó mantener el equilibrio, pero Angapovó les tomó de las manos y los estiró, explicándoles cómo manejar sus nuevas alas y dándoles indicaciones para que se dejaran llevar por el viento.
Al final, los tres comenzaron a reír y a disfrutar de la brisa que acariciaba sus pieles, atravesaba cada segmento de sus alas y les hacían cosquillas en sus rostros.
Volaron hasta una pequeña colina y, tras asegurarse de que no hubiese humanos cerca, se asentaron ahí y hallaron una pequeña laguna para relajarse.
Durante el descanso, Yerutí preguntó a Angapovó:
Angapovó soltó una risita. Arandú también se acercó, ya que sentía curiosidad por saber de qué hablaban. Luego, el daimon salvaje los miró seriamente y les dijo:
Una vez que descansaron todo, decidieron continuar con su vuelo, evitando al máximo las zonas ocupadas por las tribus humanas.
Poco a poco, más daimones se les unieron y, con esto, Yerutí se tomaba el tiempo para explicarles sobre su encuentro con los dioses, las locuras del terrible chamán y sus aventuras con los guardianes. Algunos daimones apoyaron la idea de unirse a una tribu y, otros, decidieron seguir actuando en solitario. Pero pronto cambiaron de parecer al ver que las tribus de los humanos se hacían más potentes al mejorar sus técnicas de cacería e, incluso, estableciendo asentamientos permanentes cuando aprendieron el secreto de los vegetales.
Cuando consiguieron atravesar los dos grandes ríos que bordeaban la Selva Guaraní, pronto se toparon con las montañas áridas del sur. Al final, su grupo aumentó de tres a 150 daimones. Todos confiaban en que vendrían más pero, por de pronto, Angapovó decidió darles la bienvenida al primer asentamiento de la tribu.
Todos dieron gritos de júbilo y desplegaron sus alas en alabanza a los dioses. Yerutí y Arandú, por su parte, fueron a contemplar el paisaje, recordaron a Anahí y Lambaré y se preguntaron qué había sido de ellos.