El sueño del daimon

Epílogo

Unos minutos después de que Yerutí, Angapovó y Arandú se marcharan volando, Anahí tomó la mano de Lambaré y le dijo:

  • Esto aún no ha terminado

Lambaré se quedó quieto. No entendía a qué se estaba refiriendo.

Anahí, perdiendo la paciencia, señaló el árbol partido y, luego, mostró algunas frutas que cayeron por el suelo. Eran siete en total. Lambaré, poco a poco, pareció comprender lo que intentaba decirle la hija del chamán, pero fingiendo ignorancia, preguntó:

  • ¿Acaso hay que plantar esas siete semillas en reemplazo de los siete guardianes para mantener bloqueado el portal?

Sin embargo, la respuesta de Anahí lo hizo caer de espaldas al suelo.

  • ¡No solo eso! ¡Debemos plantar cada una en cada templo! Tenemos que recorrer el camino transitado en sentido inverso. ¡Es la ultima voluntad de los dioses!

Lambaré estuvo a punto de replicar, pero se contuvo. Él pensaba que ya se había terminado y que podrían regresar a su tribu de inmediato. Recordó que su padre, el cacique, solo le dio un año de plazo para regresar porque, muy pronto, se trasladarían a otro sitio con tierras más fértiles para el cultivo. Tenía miedo de perderles el rastro y, cada día que pasaba, era tiempo muerto.

“Pero si los dioses lo desean así, no hay nada que un simple mortal como yo pueda hacer” pensó, con tristeza.

Ambos se acercaron a las frutas y las recogieron. Luego, cada uno se armó su propio equipo de supervivencia con los restos del árbol. Lambaré se fabricó una nueva lanza, un arco y varias flechas para cazar aves u otros animales desde la distancia. Anahí, por su parte, se fabricó algunos tótems con trozos de madera y usó las largas hojas para fabricarse nuevas cuerdas.

También se miró los pies, que estaban llenos de ampollas y heridas de tanto caminar en terrenos peligrosos. Pensó que necesitaba protegerlos y, tras pensarlo mucho, tomó dos bloques de madera, los cortó usando su pie como medida y, con algunos pedazos de cuerda, los rodeó para usarlos de correa entre sus dedos y tobillos.

Llamó a Lambaré para mostrarle lo que acababa de hacer. Éste, curioso, le preguntó:

  • ¿Qué son?
  • No les puse nombre… aún – dijo Anahí – pero pensé que debíamos proteger nuestros pies de alguna manera. Así podemos caminar en cualquier sitio inhóspito sin tanto daño.

Lambaré también se miró sus pies, que presentaban aspectos lamentables. Mientras, Anahí le dijo:

  • Te haré un par también.
  • Gracias, Anahí.

Cuando se los colocó, sintió una extraña sensación. Si bien la madera era dura, su grosor le impedía sentir la superficie del suelo en sus plantas. “Así no me lastimaré con piedritas ni seré picado por bichos rastreros” pensó el joven guerrero, con optimismo.

Después de admirar el extraño objeto para vestir los pies, miró a Anahí y le dijo:

  • En verdad eres muy hábil.

Anahí sonrió ante el elogio de Lambaré. Luego, recogieron sus cosas y procedieron a ir hasta las orillas del río Apa para plantar la primera semilla.

No hubo ceremonia ni palabras de despedidas funerarias de por medio. Solo fue enterrar la semilla y marcharse inmediatamente de ahí. Por suerte, Anahí conocía de memoria el camino y sabía cómo retornar a las cordilleras para plantar la siguiente semilla.

Debido a que los daimones y los guardianes ya no estaban con ellos, debían arreglárselas solitos para sobrevivir en medio de la selva. Debían evitar a toda costa ser sorprendidos por alguna bestia o incluso alguna tribu hostil que buscara capturarlos para sus sacrificios. Por suerte, Lambaré era muy bueno para esquivar esos peligros mundanos mientras que, Anahí, se encargaba del ámbito espiritual para ahuyentar a los malos espíritus que se refugiaban en la oscuridad del bosque.

Gracias a las habilidades de Lambaré como cazador, Anahí pudo comer carne y recuperar parte de la masa muscular que perdió cuando se encontraba viajando en la selva con Marangatú. Pero no solo sus músculos crecieron sino, también, su barriga.

Y es que, en medio del viaje de regreso, se dejaron llevar por sus instintos naturales y consumaron aquello que por tanto tiempo habían pospuesto.

Lamentablemente, para Anahí, eso significaba que su maldición se transmitiría a la siguiente generación. Pero decidió aceptar su destino y proteger a esa criatura con todo el poder que aun le quedaba en su sangre.

A medida que avanzaba el embarazo, el viaje se volvía más lento. Lambaré, quien comprendía el sufrimiento de su compañera, le dijo un día:

  • Cuando regresemos a la tribu, veremos qué hacer.

A pesar del lento andar, consiguieron llegar hasta el templo que pertenecía a Chapai, el primero que Anahí y Yerutí visitaron. Mientras plantaba la última semilla que le quedaba, le vinieron recuerdos de aquellos días en que pasaron por muchas aventuras. ¡Que tanto habían cambiado desde aquel entonces!

Una vez que cubrió la semilla con tierra, Lambaré la alzó en brazos y le dijo:

  • Se acabó. Regresemos, Ya llevas siete meses.
  • Está bien.

Anahí colocó sus brazos sobre el hombro de su compañero y se aferró a él, pudiendo al fin tomarse un descanso.

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Poco tiempo después de regresar con su gente, Anahí se comunicó con el espíritu del agua, con el deseo de mandarle un saludo a Yerutí quien, a estas alturas, ya estaría formando su tribu con Arandú y Angapovó. Luego, sonrió y le dijo a Lambaré:

  • Algún día nos volveremos a encontrar. Estoy segura.
  • ¿Y cuándo será ese día?

Anahí miró hacia el cielo. Creyó ver a un par de daimones volando por los aires, pero resultaron ser dos papagayos.

  • No será muy pronto – fue lo único que respondió.

Y ambos, siguieron observando el cielo, abrazados. 




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