El suicidio in media res

Prólogo

El cuerpo de Edgar Fernández había sido encontrado en el centro de su despacho privado con el pálido abdomen grotescamente mutilado. Los únicos elementos que habían decidido hacerle compañía resultaron ser un cuchillo de cocina ensangrentado y empuñado por su propia mano izquierda, una pluma estilográfica que parecía haber sido arrojada contra la pared de aquel cubículo como consecuencia de un acceso de cólera y, más perturbador si cabía, una mancha de líquido seminal que yacía impregnada en el suelo. Una escena dantesca e impactante, ¿cierto? Normalmente, la causa de dicho hallazgo tendría que ser desvelada ante el lector en el desenlace de la historia, pero en esta ocasión me permitiré el privilegio de describir detalladamente cómo se llegó a esta macabra situación justo a continuación.

Para acceder a su despacho, el señor Edgar se veía obligado a bajar a través de un pequeño tramo de escaleras cuyo primer peldaño se ubicaba tras una de las puertas de su domicilio, tramo que conducía a un descansillo del tamaño de una cabina telefónica y que disponía de otra escalera en el costado izquierdo. El descenso a través de ella permitía el acceso a un pequeño pasadizo subterráneo que desembocaba en la entrada de un despacho, entrada cuya robusta puerta gozaba asimismo de una férrea cerradura que solamente podía ser abierta con una llave que mantenía en sus bolsillos en todo momento. Todos aquellos elementos formaban parte, así pues, de una reforma que el señor Edgar, como alquilado del piso, le había solicitado a su casera para gozar de una privacidad completa, y puesto que le aseguró que todos los gastos correrían de su cuenta, la casera aceptó su petición sin ofrecer la menor réplica.

Tras atravesar el pasillo y agarrar el pomo de la puerta maldiciendo para sus adentros por haber tropezado accidentalmente por la escalera como consecuencia de su nerviosismo, Edgar abrió la puerta y se introdujo en el despacho, cerrándola de un portazo y sellándola con su llave desde dentro. En cuanto hubo llevado a cabo un rápido escrutinio de la austera habitación —un cubículo decorado exclusivamente con un escritorio de madera al fondo de la estancia y un pequeño espejo en la pared derecha—, el aspirante a escritor se dirigió a este último y escrutó los deprimentes rasgos físicos que presentaba el individuo que le devolvía una mirada fantasmagórica al otro lado del cristal: el color pálido y cetrino de su rostro, a pesar de la iluminación anaranjada de su despacho; su elevada estatura; su complexión preocupantemente raquítica, a través de la cual podían percibirse los contornos de sus costillas; su cabeza rectangular; su pelo moreno, espeso y alborotado que apuntaba hacia el techo de la habitación; los ojos pequeños, marrones y afilados; sus gruesos labios; su pordiosera barba de más de una semana…

Produciéndose un tremendo asco de sí mismo, acabó propinándole un fuerte puñetazo al cristal del espejo, sin llegar siquiera a agrietarlo. Y antes de acomodarse en el escritorio de madera, determinó que disiparía la tensión que estaba experimentando y que probablemente dificultaría el éxito de su tarea principal.

Para alcanzar aquel primer propósito, el hombre se colocó en el centro del despacho, se tumbó en el suelo como si pretendiera emplear la iluminación de la lámpara como un rayo solar veraniego que bronceara su blanquecino cuerpo y se bajó tanto los pantalones como los calzoncillos. Su reducido miembro viril clavó su enternecedora mirada en los ojos de su progenitor y le imploró que lo ayudara a pegar el estirón para que sus otros compañeros no se regodearan de su pequeña estatura.

Así pues, Edgar lo aferró con fuerza y, mientras lo frotaba violentamente, imaginó que su amiga Laura —de cuya presentación ya me encargaré más adelante— entraba en el cubículo, lo trasladaba a la silla del escritorio asiéndolo de la mano e introducía y movía su salivosa lengua a lo largo de la cámara bucal de Edgar como si esta procesara la escena de un crimen. También ideó mentalmente que, acto seguido, la chica se quitaba su camiseta, los pantalones y las bragas, desnudaba también al escritor y, finalmente, ensartaba su miembro erecto en su orificio vaginal para posteriormente retorcerse de placer mientras elevaba y descendía su espectacular cuerpo y sus formidables senos eran sacudidos de arriba abajo descompasadamente, como si a estos les hubieran colocado unos auriculares y disfrutaran ambos de un estridente concierto encabezado por un canto gutural.

Transcurridos los cinco minutos de los que precisó para masturbarse, el pobre hombre se despidió de la mancha de líquido blanquecino que había dejado en el suelo, se subió sus prendas inferiores, se sentó en la silla del escritorio y esperó a que su pene volviera a retroceder unos añitos y recuperara su longitud habitual.

Encima del tablero de la mesa había un paquete de folios y una pluma estilográfica, justamente los únicos objetos que le eran requeridos para diseñar su supuesta pieza creativa, de modo que se hizo con la pluma y escribió en la primera hoja de papel las palabras en tinta líquida que conformaban el título del nuevo relato: El suicidio in medias res.

Sin embargo, justo en el momento en que tanto el escritor como la punta de la pluma estilográfica se disponían a impregnar el papel con las letras de las primeras líneas de narración, algo detuvo el movimiento de la mano izquierda del hombre; algo que, además, empezó a generarle ciertos temblores, como si el frío hibernal hubiese determinado penetrar exclusivamente en aquella diminuta parte de todo su cuerpo, todo ello mientras la pluma permanecía titubeante a escasos milímetros del papel.

Edgar cerró los ojos y empezó a conversar consigo mismo, intentando tranquilizarse y convenciéndose de que no tenía por qué experimentar el menor miedo al relatar por escrito aquellos implacables hechos; unos hechos que indudablemente constituían unas violentas atrocidades ya no solo pertenecientes a la ficción, sino también al deplorable pero auténtico universo irrevocablemente prosaico y cotidiano que lo circundaba. ¿Por qué razón? Pues porque aunque la policía se hiciera con el manuscrito y se percatara de la implicación del aspirante a escritor en aquellas muertes, nunca llegarían a cazarlo si cumplía con su último y más importante propósito entre las paredes de aquel despacho, probablemente el más descabellado, peligroso y especialmente sádico procedimiento de todos cuantos había planificado.



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En el texto hay: thriller, polícia

Editado: 26.11.2020

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