Hasta entonces, el inspector había permanecido educadamente sentado en el sofá del salón comedor conversando amigablemente con aquella chica. Ahora bien, cuando Clara elaboró su propia hipótesis acerca de las diabólicas intenciones de Edgar Fernández, optó por levantarse de la silla y moverse alrededor de la habitación en círculos, profiriendo maldiciones en voz alta. Francamente, no podía evitar sentirse un tanto desilusionado. Por un momento había creído que aquella fémina podría ayudarlo a resolver aquel misterio, pero lo único de lo que se había encargado como carta de presentación fue de insinuar que, de algún modo, el aspirante a escritor se había convertido en una especie de muerto viviente.
—Pero ¿qué me estás contando, Clara? ¿Tú qué es lo que me estás contando? —le iba recriminando una y otra vez mientras ella se limitaba a reprimir el impulso de pitorrearse de aquel descerebrado—. Asesinatos, dice… ¿Cómo se te puede ocurrir esa gilipollez, tía?
—Bueno, narrativamente tiene bastante sentido —se defendió. Una vez más, el inspector no la comprendió—. Si estos eventos son asesinatos orquestados por el propio Edgar, narrativamente resultaría coherente que esta serie de crímenes acabara conduciendo a lo mostrado en la primera secuencia de su «novela», es decir, a su suicidio. ¿Por qué razón? Pues por los remordimientos, inspector. Mire —añadió, anotando ciertas indicaciones en el bloc del agente—, esta sería la estructura narrativa que posiblemente Edgar tenía en mente a la hora de tejer su trama. Punto A: Edgar se suicida; secuencia in medias res. Punto B: antes, Edgar comete una serie de crímenes. Punto C: a causa de los remordimientos, Edgar se suicida; se cierra el círculo.
—Vale, creo que más o menos lo voy pillando… —musitó Pablo—. Pero es que, claro, luego tenemos otro problema… ¡Edgar está muerto, joder, así que ya no puede matar a nadie! —Clara pretendió sugerirle la posibilidad del empleo de un cómplice, pero Pablo tenía la intención de seguir hablando—: ¿Y si se grabó la expresión in medias res por otro motivo? Quizá porque el tío quería escribir un relato de esos protagonizado por ese recurso tan raro, como bien decía el título que escribió en el folio, y como no le salió la vena inspiradora, se obsesionó hasta lo enfermizo con la técnica a la hora de rajarse el estómago.
—Lamentablemente, no comparto esa opinión —le replicó la muchacha—. Lo considero demasiado incompleto viniendo de alguien con una psicología, a la par que retorcida, tan considerablemente profunda. Me parece incoherente que alguien de su carácter, a la hora de abandonar el mundo, se hubiera limitado a manifestar que sentía una gran pasión por ese recurso literario… No sé, me resulta demasiado superficial.
—Ya veo… —mintió el inspector, quien no podía sentirse con una mayor incertidumbre, aunque admitía que el uso de unos términos tan cultos por parte de la chica ayudaba a conferir mucha fuerza a sus conjeturas—. ¿Y qué me dices de la cena a la que invitó Edgar a su «amiga» Laura, de la que aún no hemos hablado? ¿No te parece extraño, suponiendo que le gustaba aquella chica, que el tío le diera de cenar un plato tan insulso como arroz con tomate o que hubiera estado durante toda la puta cena hablando de sus frustraciones, teniendo en cuenta el pivonazo con el que estaba?
—Sobre ese aspecto, yo no dispongo del derecho a aportar una valoración, inspector —le contestó Clara, encogiéndose de hombros; un gesto impropio de alguien tan aparentemente reacia a titubear—. Nunca he invitado a ningún chico a cenar a esta casa.
—¿Qué dices? —se escandalizó Pablo—. ¿Vives sola en casa y no has tenido ninguna cita con ningún hombre? ¿No tienes novio ni rollete con nadie, ya sea hombre o mujer?, que con eso ya sí que no me meto. —Clara, simplemente, negó con la cabeza, lo que consternó sobremanera a su interlocutor, pues no comprendió cómo una joven tan mona como ella estaba tan desaprovechada—. Pues eso también tiene que cambiar, ¿eh? Tienes que empezar a enamorarte y a intimar con algún tío para disfrutar con ese cuerpo que Dios te ha dado. Porque como dijo… —Una vez más, volvió a consultar sus citas célebres—. Eso, como dijo Lope de Vega el Grande: «La raíz de todas las pasiones es el amor. De él nace la tristeza, el gozo, la alegría y la desesperación».
—¿El Grande? —se extrañó Clara—. No recuerdo que tuviera ese apodo.
—Ah, no, si eso lo digo porque busqué información por Internet sobre el autor y vi que Cervantes lo llamaba «Monstruo de la naturaleza», no sé si para alabarlo o para cachondearse de él. Además, no veas, ¿pues no me decía la página que había escrito unas mil ochocientas obras de teatro?… Menudo campeón.
—¿Debemos llamar campeón a un hipócrita con la doble y paradójica afición de componer versos tan románticos y al mismo tiempo de acostarse con toda una caterva de mujeres como si cada una de ellas fuera un mísero chicle de mascar y escupir? —declaró la chica—. ¿Quiere usted saber mi opinión? Ese hombre me parece un asqueroso.
—¡Me cago en la leche! —Sin lugar a dudas, el tercer misil que había implorado que no llegara a recibir. Aquel improperio, definitivamente, resquebrajó toda su paciencia—. Pero vamos a ver, ¿qué clase de escritora es capaz de ponerse a insultar a los de su misma calaña, joder, a los mismos que la habrán influenciado a la hora de practicar un tipo de estilo literario concreto? ¡Eso es una falta de respeto en toda regla!
—Quizá la clase de escritora que ha recibido tanto prestigio como un garbanzo en el plato del comensal más hambriento del mundo —repuso, a pesar de la analogía, sin ninguna intención de producir comicidad. Si lo logró o no con Pablo, no lo llegó a descubrir, puesto que se levantó inmediatamente de la silla y se retiró rápidamente hacia su dormitorio—. Me gustaría resolver este misterio desde mi propia casa a partir de una simple inspección del escenario del crimen, tal y como hizo el detective Auguste Dupin en Los crímenes de la calle Morgue…, pero está claro que en este caso deberemos ampliar los escenarios de investigación.