La Ilusión de la derrota (versión gratis y completa)

1

Despertó, y ya estaba arrepentido de haber aceptado el caso. No eran tiempo de jugar al detective. Se incorporó en la cama y a través de la puerta entreabierta alcanzó a ver las piernas de Susana detrás del escritorio de recepción. ¿Qué hora era? El televisor estaba encendido, lo supo porque desde el living llegaban los diálogos de la novela venezolana. Deben ser las doce, se dijo. La una a más tardar. Levantó la cama y la empotró en la pared; ahora simulaba ser un armario donde se guardaban expedientes de investigaciones pasadas. Buscó por el piso los únicos pantalones limpios que tenía –Susana se negaba a ocuparse de la ropa sucia— y eligió una de las dos camisas que colgaban de las perchas; luego se fijó debajo del escritorio a ver dónde había quedado el cinturón. El whisky de la noche anterior le bailaba en los riñones, le hacía entrecerrar los ojos ante la luz estrepitosa que entraba por la ventana. Los zapatos no aparecían por ninguna parte, eran de cuero blanco, con una lenguita color té con leche. Algunos años atrás habían pertenecido a un inquilino del edificio, un profesor de ciencias sociales casado con una profesora de geografía. Los dos eran aficionados al golf, no tenían hijos, y una noche oscura habían puesto la música demasiado fuerte y la policía vino a ver qué pasaba y revolvieron todo. Al pasar los días la puerta continuaba abierta y la pareja de profesores ya no estaba: se deben haber ido al Uruguay, se mudaron a Brasil, escaparon a México. El portero había subido a cerrar la llave de gas, y de paso se llevó algunas cosas, entre ellas los zapatos que días después le regaló a Pereyra porque a él no le entraban. Con paciencia y dedicación, había conseguido quitarle los tapones de la suela, y transformarlos en zapatos de vestir. Aunque algunos vecinos insistían en que recién se había escuchado música fuerte cuando los cuatro hombres vestidos de civil patearon la puerta de aquel apartamento para llevarse al matrimonio de los pelos. No se sabía en realidad qué había sucedido, y Pereyra no se metía en esas cosas. Pero a la pareja ya no la volvieron a ver.

Así como estaba, todavía sin vestirse, apenas en calzoncillos y con un par de medias azules puestas, atravesó el pasillo y llegó hasta el baño. En el recorrido evitó mirar hacia el escritorio de recepción donde estaba Susana, y cerró la puerta. Abrió la ducha y metió la cabeza debajo del chorro de agua fría; era el modo que tenía de salir de la resaca y de entrar al mundo. Café no tenía, agua caliente para ducharse tampoco. Cuando regresó a su despacho, buscó en los bolsillos del saco a ver si todavía le quedaba algún sobre de figuritas. Pertenecían a una colección de distintos personajes de lucha libre mexicana. De vez en cuando, dentro de aquellos sobres venía una figurita dorada, más gruesa que el resto, impresa con una tinta especial y más de esa pasta de pegamento del otro lado. Sólo le quedaba un sobre, lo sostuvo en la mano unos segundos, no sabía cuándo iba a poder conseguir más. Lo tanteó con los dedos pretendiendo adivinar que figuritas le habían tocado, quería saber si en su interior habría alguna de las doradas. Volvió a guardarlo, por ahora se aguantaba, pero estaba seguro que iría a necesitarlas más tarde.

Se cambió de espaldas a Susana, que de vez en cuando estiraba el cuello para espiarlo. Con voz de jefe enojado Pereyra dijo:

-Voy a una reunión de trabajo. Conteste el teléfono y no mire tanta novela. Al menos simule que trabaja.

Ella, sin apartar los ojos del televisor, murmuró algo que Pereyra no llegó a entender. Mejor. Muy posiblemente había sido una puteada.

 

Pereyra bajó los seis pisos por ascensor, salió a la calle, la avenida Corrientes lo recibió con su aire pegajoso y caliente, a pesar de que recién comenzaba el verano. El bar donde lo había citado la mujer que había llamado el día anterior quedaba a unas pocas cuadras de allí. Pereyra se preguntó cómo se reconocerían si ni siquiera sabía su nombre. Una camioneta estacionó en la esquina, pisando la senda peatonal; tenía la escarapela celeste y blanca pintada en la puerta y debajo decía Ejército Argentino. Por instinto, Pereyra comenzó a alejarse de ahí, dobló en la esquina, se camufló con el resto de la gente, la mayoría oficinistas que salían a almorzar.

Cuando llegó al bar, antes de entrar, parado en la puerta, sintió que alguien le tocaba el hombro. Pereyra dudó unos segundos antes de darse vuelta para ver quién era. No le gustaba nada esa clase de sorpresas; para salir corriendo ya era tarde, y además tenía al menos treinta kilos de más en el cuerpo que le negaban esa posibilidad.  

Espero que usted no sea Pereyra…, escuchó que decían.

Era la voz de una mujer, eso lo tranquilizó un poco.

Pereyra se dio vuelta, la miró. Era una mujer joven, de no más de treinta años, llevaba el pelo recogido en un rodete tirante que le daba cierto aire marcial. Estaba bien vestida, con una camisa blanca algo masculina y unos pantalones pinzados sueltos. Y por alguna extraña razón, el hecho de haberlo despreciado con esas primeras palabras generó en las tripas de Pereyra cierta violencia placentera.

-Sí, soy yo, dijo Pereyra. Lamento decepcionarla.

-Es una broma, lo digo porque pensé que ya se estaba yendo, se me hizo muy tarde.

-Acabo de llegar. Entremos, por favor.

Abrió la puerta y Pereyra le cedió el paso. Mientras caminaban hacia una mesa, alejada de las ventanas, Pereyra aprovechó para estudiar a la mujer: lindo movimiento de caderas, espalda delicada, hombros suaves, y un anillo en la mano. Una alianza. 




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