El pequeño pueblo de San Borja siempre había sido tranquilo, casi hasta el punto de ser aburrido. Pero esa paz se rompió con la llegada de una serie de muertes inexplicables. Los habitantes susurraban entre ellos, tratando de encontrar sentido a lo que estaba ocurriendo. Todas las víctimas tenían algo en común: antes de morir, habían escuchado susurros inquietantes, voces que venían del más allá.
Con cada muerte, los susurros se volvían más persistentes, como si la entidad detrás de ellos se estuviera alimentando del terror que provocaban. Un experimentado periodista llegó al pueblo, decidido a desentrañar el misterio, ¿sería capaz de solucionar el misterio que acecha al pueblo?
Un día el pueblo de San Borja estaba cubierto por una densa niebla que se levantaba desde las colinas cercanas, envolviendo las calles empedradas en un manto de misterio. Daniel Vargas, un periodista de mirada penetrante y cicatrizada ceja, se ajustó la bufanda mientras observaba las sombras alargarse bajo la luz tenue de los faroles.
Había llegado al pueblo en busca de respuestas y no se iría sin ella. Las muertes inexplicables que habían asolado a la comunidad en los últimos meses lo atraían como la miel a una abeja. Caminaba lentamente, sus pasos resonando en el silencio inquietante de la noche.
La primera parada de Daniel fue la biblioteca, un majestuoso edificio antiguo que parecía haber sido arrancado de otra época. Al empujar las pesadas puertas de madera, un chillido agudo rompió la tranquilidad. Dentro, el aire estaba impregnado de polvo y tinta vieja. Fue recibido por Elena Morales, la bibliotecaria, una mujer cuyo rostro reflejaba una tristeza profunda pero amable.
—Bienvenido —dijo Elena, con una voz que apenas era un susurro—. Te estaba esperando.
Los ojos de Daniel se encontraron con los de Elena, y en ese instante, sintió una conexión. Ambos sabían que la verdad que buscaban no sería fácil de encontrar.
Esa noche, Daniel decidió pasear por el cementerio de San Borja. Las lápidas cubiertas de musgo y las figuras sombrías de los árboles proyectaban formas inquietantes en la niebla. Mientras avanzaba, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Fue entonces cuando escuchó los susurros por primera vez.
Voces inaudibles, apenas perceptibles, pero llenas de un miedo primordial. Se giró bruscamente, tratando de localizar la fuente de aquellos sonidos, pero no había nadie allí. Solo sombras y más sombras.
El periodista se arrodilló junto a una de las tumbas más antiguas y notó un nombre apenas legible grabado en la piedra: “Matías Rojas, 1823”. En ese momento, un fuerte viento sopló, apagando la vela que había encendido, dejando a Daniel en completa oscuridad.
—¿Quién está ahí? —gritó, su voz resonando entre las lápidas. Pero solo recibió silencio a cambio.
Los susurros habían desaparecido, pero el miedo persistía. Daniel supo entonces que estaba siendo observado, acechado por una presencia que no pertenecía a este mundo. Con el corazón latiendo con fuerza, decidió regresar a la biblioteca, donde Elena lo esperaba con más respuestas y quizás, más preguntas.
Daniel no era nuevo en la investigación de fenómenos extraños, pero algo en San Borja lo ponía nervioso, porque las calles, que parecían normales a la luz del día, se llenaban de sombras al caer la noche, a la vez que el origen de los susurros era indescifrable, pero el miedo que causaban era muy real.