Daniel y Rick caminaron en silencio hasta la casa de la anciana, doña Teresa, conocida por su vasto conocimiento de las historias y leyendas del pueblo. La casa estaba rodeada por un jardín desordenado, lleno de plantas que parecían crecer a su antojo. Daniel notó que incluso en la luz del día, el lugar tenía un aire misterioso.
Rick tocó la puerta de madera, y un momento después, una mujer mayor abrió, sus ojos pequeños pero brillantes, observándolos con curiosidad.
—Sheriff Mendoza, ¿qué lo trae por aquí? —preguntó doña Teresa, su voz áspera pero amistosa.
—Doña Teresa, necesitamos su ayuda —respondió Rick, haciendo un gesto hacia Daniel—. Este es Daniel Vargas, periodista. Estamos investigando las muertes recientes y creemos que usted podría saber algo que nos ayude.
La anciana asintió lentamente y los invitó a entrar. La casa estaba llena de antigüedades y recuerdos del pasado, cada rincón contaba una historia. Se sentaron en la sala, y doña Teresa comenzó a hablar.
—El Susurro de los Muertos no es solo una leyenda —dijo, su voz baja y cautivadora—. Es una advertencia. Hace muchos años, San Borja fue el escenario de una traición horrible. Un hombre inocente fue acusado de crímenes que no cometió y fue ejecutado injustamente. Sus últimas palabras fueron maldiciones contra el pueblo.
Daniel escuchaba atentamente, cada palabra de doña Teresa le daba más sentido a las piezas del rompecabezas que intentaban armar.
—Desde entonces, su espíritu no ha encontrado descanso —continuó ella—. Los susurros son su forma de buscar venganza, su manera de recordarnos lo que le hicimos.
—¿Cómo podemos detenerlo? —preguntó Daniel, sintiendo la urgencia en el aire.
Doña Teresa suspiró y se inclinó hacia adelante.
—Debemos encontrar sus restos y darles un entierro apropiado. Solo entonces su espíritu podrá descansar en paz. Pero el lugar donde fueron enterrados ha sido olvidado por el tiempo.
Rick se levantó, su expresión decidida.
—Eso es algo que podemos averiguar. Gracias, doña Teresa. Sus historias son más valiosas de lo que imagina.
Salieron de la casa con un nuevo propósito. Daniel sabía que encontrar los restos de Matías Rojas no sería fácil, pero era su única esperanza para detener los susurros y devolver la paz a San Borja.
Esa noche, regresaron al cementerio, armados con palas y linternas. La luna llena iluminaba las lápidas mientras comenzaban a cavar en el lugar donde creían que podrían encontrar los restos de Matías Rojas. El silencio era abrumador, roto solo por el sonido de las palas penetrando la tierra.
Daniel, con su cabello oscuro cayendo sobre su frente, trabajaba junto a Rick, cuyos músculos se tensaban con cada movimiento. Elena, con su cabello largo y oscuro recogido en una trenza, sostenía la linterna, su rostro mostrando una mezcla de miedo y esperanza.
A medida que cavaban, los susurros volvieron, más fuertes y claros que nunca. Parecían venir de todas partes, envolviéndolos en una atmósfera de terror palpable.
—¿Lo escuchas? —preguntó Elena, su voz temblando.
—Sí —respondió Daniel, sin detenerse—. Debemos seguir.
De repente, la pala de Rick chocó con algo sólido. Los tres se detuvieron y miraron el punto donde había golpeado. Daniel inclinó su linterna, revelando un fragmento de madera podrida entre la tierra.
—Aquí está —murmuró Rick, su voz ronca por el esfuerzo y la tensión.
Con renovada energía, comenzaron a cavar con más cuidado, hasta que desenterraron una caja antigua y deteriorada. Elena se arrodilló junto a ella, sus dedos temblorosos recorriendo la superficie.
—Es él —dijo, su voz, un susurro en la noche.
Daniel y Rick ayudaron a abrir la caja, revelando un esqueleto envuelto en harapos descompuestos. Un anillo de plata en uno de los dedos brillaba débilmente a la luz de la linterna, confirmando que habían encontrado los restos de Matías Rojas.
Mientras contemplaban los restos, los susurros se intensificaron, resonando en sus mentes y corazones. Daniel sintió un peso abrumador, como si estuviera siendo observado por ojos invisibles. Se arrodilló junto a la caja y, con manos temblorosas, comenzó a reunir los huesos en un lienzo que habían traído para el entierro.
Rick mantenía su mirada fija en el entorno, su postura rígida y alerta. Aunque su rostro mostraba firmeza, el sudor en su frente delataba la tensión que sentía. Elena, con lágrimas en los ojos, murmuraba una oración, tratando de calmar el espíritu que los rodeaba.
—Tenemos que darle un entierro apropiado —dijo Daniel, su voz apenas un susurro—. Aquí mismo, con respeto.
Rick asintió y comenzó a cavar una tumba en un rincón del cementerio, bajo un roble antiguo. El suelo cedía bajo las palas, como si el propio cementerio comprendiera la importancia de su tarea.
Elena colocó con cuidado cada hueso en el lienzo, sus movimientos llenos de reverencia. Daniel y Rick, con sus palas, cavaron la tumba bajo el roble antiguo, la luna iluminando sus esfuerzos como un testigo silencioso. Los susurros continuaban, pero ahora parecían menos agresivos, más resignados.
Finalmente, con la tumba lista, colocaron los restos de Matías Rojas en el suelo. Elena, con su voz temblando, comenzó a recitar una oración antigua que había aprendido de su abuela, una plegaria por los muertos que buscaban descanso. Daniel y Rick inclinaron la cabeza, cada uno reflexionando sobre el significado de ese momento.
Cuando la última palabra fue pronunciada, un silencio profundo llenó el aire. Los susurros se habían desvanecido, reemplazados por una calma inquietante. Daniel sintió un peso levantar de sus hombros, como si una presencia oscura hubiera sido finalmente apaciguada.
Rick miró a su alrededor, con su respiración aún agitada por el esfuerzo, pero también con una expresión de alivio. Elena, secándose las lágrimas, se puso de pie y miró el lugar donde habían enterrado a Matías Rojas.