El susurro de los muertos.

Callejón sin salida.

A medida que avanzaban en su investigación, Daniel, Rick y Elena comenzaron a notar un patrón inquietante. Había una conexión entre las víctimas y una antigua familia del pueblo.

Cuanto más profundizaban, más evidente se volvía que alguien estaba siguiendo un legado de venganza. Los tres estaban enfocados en desenterrar lo que verdaderamente acecha al pueblo, debían evitar a toda costa una próxima víctima.

Daniel por su parte se sentía cada vez más convencido de que las muertes no eran obra de un espíritu vengativo, sino de un ser humano con un propósito oscuro. Decidió hablar con Rick sobre esta teoría mientras caminaban hacia la plaza central.

—Rick, creo que estamos enfrentando a alguien de carne y hueso —dijo Daniel, su voz firme—. Alguien que está siguiendo un legado de venganza de la familia Rojas.

Rick frunció el ceño, pero asintió lentamente.

—Tiene sentido. Las leyendas pueden haber sido una cortina de humo para ocultar la verdad. Debemos averiguar quién de los descendientes de Matías Rojas podría estar detrás de esto.

Elena, que los había estado escuchando en silencio, intervino con una idea.

—Deberíamos investigar los lazos familiares de cada habitante. No podemos dejarnos llevar solo por las leyendas. Hay que buscar patrones en las relaciones que puedan tener cada uno con la familia de Matías.

Con esta nueva dirección, comenzaron a recopilar información sobre las familias de San Borja, centrándose especialmente en los descendientes de Matías Rojas. Descubrieron que varios miembros de la familia aún vivían en el pueblo, cada uno con una historia que contar.

El día avanzó y, mientras el sol se ponía, los tres se dirigieron a la casa de uno de los descendientes, Juan Rojas. Era un hombre en sus cincuenta, con una mirada fría y calculadora. Al principio, negó cualquier conocimiento de las muertes, pero Daniel notó algo en su comportamiento que lo hizo sospechar.

—Juan, sabemos que tu familia tiene una historia complicada con este pueblo —dijo Daniel, observando cada movimiento del hombre—. Solo queremos saber si hay algo que puedas decirnos para ayudar a detener estas muertes.

Juan soltó una risa amarga.

—¿Ayudar? Mi familia siempre ha sido vista como una maldición para este pueblo. Nadie nos quiso aquí después de lo que le hicieron a Matías.

Elena dio un paso adelante, su voz suave pero firme.

—Si hay algo que puedas hacer para detener esto, por favor, háznoslo saber. No queremos más muertes.

Juan se quedó en silencio por un momento, su mirada perdida en el pasado. Finalmente, habló, revelando algo que hizo que el corazón de Daniel se detuviera.

—Hay alguien más —dijo Juan—. Un primo lejano, Ricardo Rojas. Siempre ha estado obsesionado con la historia de nuestra familia. Vive en las afueras del pueblo, en una casa que ha sido olvidada por todos.

Daniel, Rick y Elena se miraron, comprendiendo que habían encontrado una pista crucial. Después de hablar con Juan Rojas y descubrir la posible conexión con su primo lejano, Ricardo Rojas, decidieron dirigirse a las afueras del pueblo.

La casa de Ricardo, apenas visible en el crepúsculo, se encontraba en un terreno apartado y sombrío, rodeado de árboles que parecían susurrar con el viento. El sendero hacia la casa estaba cubierto de hojas secas que crujían bajo sus pies, aumentando la sensación de inquietud. Al llegar, Daniel golpeó suavemente la puerta, que se abrió con un chirrido lúgubre.

Ricardo Rojas, un hombre de complexión delgada, con ojos hundidos y cabello desordenado, los recibió con una expresión que oscilaba entre la curiosidad y la desconfianza.

—¿Qué los trae por aquí? —preguntó Ricardo, su voz ronca y cargada de años de soledad.

Daniel dio un paso adelante, mostrando su identificación.

—Somos Daniel Vargas, Rick Mendoza y Elena Morales. Estamos investigando las muertes recientes en San Borja y creemos que podrías ayudarnos.

Ricardo los invitó a entrar con un gesto de su mano huesuda. La casa, llena de objetos antiguos y libros polvorientos, emanaba una sensación de tiempo detenido. Se sentaron en una sala oscura, iluminada apenas por una lámpara de aceite.

—Juan nos dijo que podrías saber algo sobre la historia de tu familia —comenzó Daniel—. Algo que podría arrojar luz sobre lo que está pasando.

Ricardo rio amargamente.

—La historia de mi familia es una maldición —dijo—. Matías Rojas fue ejecutado injustamente, y desde entonces, nuestro apellido ha sido sinónimo de tragedia. Pero no sé cómo puedo ayudarlos.

Elena, siempre perceptiva, observó los libros en las estanterías. Uno en particular llamó su atención: un tomo antiguo con la tapa desgastada que parecía estar lleno de anotaciones.

—¿Ese libro? —preguntó, señalando—. ¿Podría ser relevante para nuestra investigación?

Ricardo tomó el libro y lo abrió con cuidado, sus ojos recorriendo las páginas amarillentas.

—Este libro contiene las leyendas y las maldiciones de nuestra familia —dijo—. Pero nada que pueda explicar las muertes recientes.

Mientras hablaban, Daniel no podía evitar sentir que algo estaba mal. Ricardo parecía sincero, pero había una sensación de ocultamiento en el aire, como si las respuestas estuvieran justo fuera de su alcance.

—Entonces, ¿crees que no hay conexión directa entre tu familia y las muertes? —preguntó Rick, su voz grave.

Ricardo negó con la cabeza.

—No lo sé. He vivido aislado por años, tratando de escapar de las sombras de mi pasado. Pero parece que nunca podré dejarlas atrás.

Con más preguntas que respuestas, Daniel, Rick y Elena se despidieron de Ricardo, agradeciéndole por su tiempo. Mientras caminaban de regreso por el sendero oscuro, una sensación de impotencia los envolvía. Sentían que se habían adentrado en un callejón sin salida, con el misterio aún sin resolver y la sombra de la duda creciendo en sus mentes.

—No podemos rendirnos —dijo Daniel finalmente, rompiendo el silencio—. Debe haber algo que nos estamos perdiendo. Algo que aún no hemos visto.




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