Psique observó la caja de cristal con el muñeco en su interior, y sin decir una palabra, ordenó al mayordomo que la trasladara a su habitación.
Algo en ella, una voz apenas perceptible y escondida en el fondo de su alma, la empujaba a proteger a aquel joven de mármol, aquel príncipe atrapado que la miraba con ojos cerrados pero llenos de un misterio palpable.
Sentía que debía resguardarlo de cualquier otra mirada, como si fuera un tesoro secreto, destinado solo a ella. En su interior, una extraña posesividad empezaba a tomar forma, un deseo de ser la única dueña de aquella belleza congelada en el tiempo.
El mayordomo obedeció en silencio, sorprendido ante la firmeza de Psique. La caja fue colocada en un rincón de la habitación, justo al lado de la ventana, donde los primeros rayos de la mañana tocaban su superficie, creando reflejos dorados que parecían iluminar el rostro inmóvil del joven.
Cuando la puerta se cerró, y Psique se quedó a solas con él, sintió que el mundo entero se desvanecía, como si nada más tuviera importancia en su vida. Podía escuchar el latido de su propio corazón en el silencio, un eco persistente que resonaba en cada rincón de su ser.
Durante horas, Psique permaneció en su habitación, sin alejarse de aquella figura atrapada en el cristal. Su mano, delicada y temblorosa, rozaba la superficie de la caja una y otra vez, mientras sus pensamientos se perdían en una maraña de emociones que no lograba entender.
Sentía una conexión profunda, casi dolorosa, con aquel muñeco, como si sus almas estuvieran entrelazadas por hilos invisibles. A veces, en sus ratos de mayor soledad, susurraba palabras al joven, palabras que nunca se atrevía a decir en voz alta, secretos que guardaba solo para él.
Aquel sentimiento de posesión se volvía más fuerte cada día, llenándola de una energía desconocida, algo que iba más allá del simple apego.
No quería que nadie más lo mirara, no quería que nadie más supiera de su existencia. Él era suyo, un compañero mudo que escuchaba sus confesiones sin juzgarla, un refugio en el que podía volcar sus penas sin miedo al rechazo.
Al día siguiente, Psique se levantó temprano para ir al colegio privado donde asistían los hijos de las familias más importantes de la aristocracia.
Los altos muros de mármol blanco y los amplios jardines, adornados con estatuas de figuras mitológicas, daban al lugar un aire majestuoso, casi irreal.
Las ventanas, decoradas con vitrales de colores, dejaban que la luz se filtrara en una danza de sombras y destellos, iluminando los pasillos de una manera etérea. Todo en aquel colegio exudaba un lujo opulento, un mundo de perfección donde solo los hijos de la elite tenían cabida.
Pero para Psique, ese colegio era una prisión disfrazada de belleza. Los lujosos pasillos y los altos techos eran un recordatorio constante de su propia soledad. A pesar de estar rodeada de jóvenes de su misma edad, ella siempre había sido una extraña, una sombra que pasaba desapercibida.
No tenía amigos, ni compañeros que entendieran su amor por los libros y su necesidad de imaginar mundos distintos. Para los demás, Psique era solo una figura aislada, una chica que parecía habitar su propio universo, siempre con un libro en la mano y la mirada perdida en algo que solo ella podía ver.
Durante una clase, mientras estaba sumergida en las páginas de un viejo libro de mitología, unas risas estridentes interrumpieron su paz.
Las jóvenes más populares del curso, lideradas por Helena, una chica de ojos fríos y sonrisa cruel, se acercaron a ella. La rodearon con la determinación de un depredador que acorrala a su presa, sus miradas llenas de burla y desprecio.
-¿Qué lees, Psique? ¿Otro de esos libros aburridos que nadie entiende? - preguntó Helena, arrebatándole el libro de las manos.
Psique intentó recuperarlo, pero las chicas solo se rieron con más fuerza, pasándose el libro entre ellas como si fuera un juguete.
-¿No tienes nada mejor que hacer? - murmuró Psique, intentando mantener la dignidad en medio de aquella humillación.
-¿Y qué harías tú si nadie más quiere estar contigo? - respondió Helena con desprecio, lanzando el libro al suelo y pisándolo sin piedad.
Psique sintió un nudo en la garganta, pero se tragó las lágrimas. No quería darles el placer de verla débil.
Al final, se alejó en silencio, recogiendo su libro maltratado, sus manos temblando por la humillación. El dolor de aquellas palabras se le clavó en el alma, un recordatorio cruel de que, en aquel mundo lujoso, ella siempre sería una extraña.
Esa tarde, al regresar a casa, Psique encontró, como siempre, una mansión vacía. Sus padres estaban ocupados en sus asuntos, en sus vidas sociales y compromisos.
Ella era solo una presencia más en aquel hogar, una figura que se movía en silencio, sin recibir nunca la atención o el afecto que tanto anhelaba.
Sin siquiera molestarse en saludar a los sirvientes, subió rápidamente a su habitación, cerrando la puerta con fuerza, como si eso pudiera aislarla del mundo.
El dolor y la soledad se apoderaron de ella, convirtiéndose en una tormenta que crecía en su interior. Comenzó a caminar en círculos por su habitación, sintiendo que cada pared era un muro invisible que la aprisionaba.
Su respiración se hizo rápida y pesada, y sin pensarlo, golpeó la pared con sus puños, intentando liberar el dolor que la consumía. Las lágrimas comenzaron a caer sin control, rodando por sus mejillas en silencio.
-¿Por qué? - murmuró entre sollozos, su voz apenas un susurro cargado de desesperación - ¿Por qué estoy tan sola?
En medio de su tormento, Psique olvidó por completo la presencia de la caja de cristal en la habitación. Pero, sin saberlo, alguien la observaba.
Dentro de su prisión de cristal, los ojos de Eros se habían abierto lentamente, como despertando de un sueño profundo y oscuro.
Su cuerpo permanecía endurecido, atrapado en el silencio, pero sus ojos, aquellos ojos dorados que alguna vez brillaron con vida, ahora contemplaban a la joven con una confusión latente.