Eros sintió que despertaba de un sueño interminable, un abismo profundo y oscuro que había silenciado cada eco de su existencia. La conciencia se encendía en él como una chispa que prendía lentamente, desplegándose en las sombras.
Su esencia revivía, pero su cuerpo permanecía inerte, como si estuviera atrapado en una prisión invisible. Los recuerdos de su vida divina flotaban en algún rincón de su mente: su libertad, su poder, su voluntad de moldear los corazones de dioses y mortales.
Pero todo eso se desvanecía, desintegrándose como polvo en el viento, recordándole cruelmente su nueva realidad.
Intentó moverse, pero fue inútil; su cuerpo era una estatua, una figura hermosa pero rígida, congelada en la perfección de un príncipe etéreo.
Aún así, podía sentir: el roce del cristal que lo rodeaba, el peso de la madera bajo él y, extrañamente, el frío y el calor que se alternaban como fantasmas sutiles, como si el universo todavía quisiera recordarle las sensaciones perdidas.
El sentido del tacto estaba vivo en él, percibiendo todo como destellos dispersos de vida. Sentía la textura áspera del terciopelo que lo vestía, el peso de sus ropas elegantes, pero su voluntad era como un eco atrapado entre los muros de su propio cuerpo inerte.
Lentamente, como un amanecer que se desliza por el horizonte, Eros fue recuperando un atisbo de sonido. Le llegaban vagamente los susurros de la casa, el crujir de los muebles y, sobre todo, los pasos que se acercaban, ligeros y apresurados, como un latido constante que anunciaba la llegada de alguien.
La puerta se abrió, y Psique entró en la habitación. Eros sintió una presencia densa y palpitante, un aura impregnada de emociones crudas, intensas, que lo envolvieron como un oleaje violento.
En ese instante, comprendió que era ella quien lo había despertado, quien había permitido que su esencia volviera a cobrar conciencia en aquel mundo extraño.
Era la joven mortal, la misma que había sentido cerca de él, como un susurro cálido en el abismo de su condena. Algo en ella lo hacía vibrar, lo llenaba de un sentimiento que no reconocía, una conexión inexplicable que lo ataba a su sufrimiento.
Psique caminaba por la habitación, sus pasos eran rápidos y erráticos, llenos de furia y tristeza. Eros percibía en ella una tensión, una herida invisible que desgarraba su espíritu. La escuchó respirar entrecortadamente, casi como si luchara por contener un grito atrapado en su pecho.
Entonces, algo más profundo comenzó a filtrarse en él, una sensación nueva que lo confundía: podía sentir la angustia de Psique como si fuera su propia carne y su propio espíritu. Un lazo invisible surgía entre ellos, una conexión que él, el dios del amor, no lograba comprender.
Intentó comprenderla, entender la razón de su dolor, pero las emociones humanas eran como un lenguaje distante, una melodía que apenas recordaba. Él, el eterno amante, el dios que infundía deseo y pasión en el mundo, ahora se encontraba perplejo, incapaz de comprender la verdadera raíz de su sufrimiento.
Por momentos, la joven se detenía, su respiración se hacía más profunda, y Eros sentía el temblor de sus manos cuando se acercaba a la caja de cristal. Psique estaba inmersa en su propio mundo de dolor, pero, a pesar de su furia, el dios sentía una paz extraña cada vez que ella estaba cerca.
Como un destello, algo surgía en su pecho, una chispa que reverberaba en cada rincón de su esencia. Era como si cada emoción que emanaba de ella, cada gesto de sus manos y cada susurro contenido, llenara un vacío que él no sabía que tenía.
Y finalmente, ocurrió. Eros sintió cómo una vibración sutil recorría su cuerpo, comenzando desde lo más profundo de su esencia y extendiéndose hacia cada rincón de su figura inmóvil. Un estremecimiento casi imperceptible recorrió su pecho, y algo dentro de él despertó, como un eco de un poder olvidado.
Lentamente, como si se abriera una puerta hacia la realidad, su visión comenzó a aclararse. Una ligera neblina se disipó, permitiéndole entrever su prisión de cristal y, más allá de ella, la figura de Psique, su salvadora y su carcelera.
Fue la primera vez que la vio realmente, más allá de la bruma de sus pensamientos, y el impacto de su imagen lo golpeó como un rayo. Sus ojos claros, llenos de una vulnerabilidad escondida, reflejaban una tristeza antigua, una melancolía que él, en su estado de muñeco, sentía con una intensidad desgarradora.
La observó mientras caminaba de un lado a otro, atrapada en una tormenta de emociones. Cada movimiento era como una danza dolorosa, una expresión de su desesperación. Sin entender cómo ni por qué, Eros sintió una atracción profunda, un lazo que lo unía a ella y que se volvía más fuerte con cada segundo.
Y, en un acto milagroso, sus ojos lograron abrirse completamente, enfocándose en el mundo a su alrededor por primera vez. La habitación era vasta y elegante, pero todo en ella se difuminaba ante la presencia de Psique. Sus miradas se encontraron, y el tiempo pareció detenerse, como si ambos hubieran caído en un mundo donde nada más existía.
Psique se detuvo, un estremecimiento recorrió su cuerpo. Su respiración se hizo más lenta y profunda, y sus ojos se clavaron en los de él, llenos de una mezcla de asombro y desconcierto. Durante largos segundos, el silencio fue absoluto, un vacío donde solo existía el latido de sus corazones, resonando en perfecta sincronía.
La voz de Psique surgió en su mente, un pensamiento envuelto en un susurro tímido y lleno de misterio.
¿Quién eres?
Preguntó, y Eros sintió cómo su espíritu se sacudía al escucharla, como si sus palabras fueran una cuerda que lo anclaba a la realidad.
Y entonces, desde el fondo de su ser, Eros encontró la respuesta, una afirmación sencilla y antigua que resurgió como un río desbordado:
Eros es mi nombre
Respondió en un pensamiento que Psique escuchó en su mente. Su voz era como una melodía profunda, un eco de divinidad, una promesa cargada de una belleza infinita y desconocida.