Psique yacía inmóvil, atrapada en los ojos dorados que la miraban desde el interior de la caja de cristal. Era como si aquellos ojos hablaran en un idioma que no comprendía, pero que de algún modo resonaba en cada rincón de su alma.
Su corazón latía con fuerza, desbordando una mezcla de emociones que la dejaban sin aliento: asombro, miedo, y algo más profundo, algo que nunca había sentido y que, lejos de asustarla, la atraía como un imán irresistible.
Era un susurro entre su piel y su sangre, un anhelo que surgía desde lo más profundo de su ser y que la empujaba a acercarse más, a tocar el cristal, a intentar quebrar la barrera invisible que los separaba.
Sin saber exactamente por qué, Psique levantó las manos y comenzó a tirar de la tapa de la caja, forzando la apertura con una desesperación que crecía a medida que el cristal resistía.
Sus dedos se deslizaban por los bordes fríos y pulidos, y cada vez que lograba un pequeño avance, la esperanza florecía en su pecho, solo para ser aplastada por la dureza de la prisión.
—Vamos… déjame abrirte —murmuró, casi como una súplica.
Sin embargo, el cristal era como un muro infranqueable, una fortaleza que guardaba al joven inmortal y lo mantenía lejos de su toque. Frustrada, continuó luchando contra la caja, sus dedos resbalando y su respiración acelerándose.
La desesperación se apoderaba de ella, un deseo inexplicable la invadía, una necesidad de liberar a aquel ser de su encierro, de tocarlo, de sentir si estaba realmente vivo.
Entonces, en el momento en que la frustración casi la consume, una voz se deslizó en su mente, suave y aterciopelada, como el susurro de una brisa que acaricia los campos bajo el crepúsculo. Era una voz joven, la voz de un varón adolescente, pero cargada de una sabiduría antigua y mística.
—Debes encontrar la llave para abrir la caja adecuadamente, —le susurró la voz, envolviéndola en una calma dulce y reconfortante—. Y para obtenerla, es necesario que la ganes.
Psique se detuvo, sus manos cayendo a los costados mientras el eco de aquellas palabras permanecía en su mente. La claridad en la voz del joven penetró cada rincón de su ser, disipando la rabia y el dolor que había sentido hasta hacía unos instantes.
Aunque el mensaje era enigmático y despertaba nuevas dudas, la calidez de aquella voz fue suficiente para calmar su angustia.
El deseo de liberarlo seguía latiendo en ella, como un fuego que apenas comenzaba a arder, pero ahora sabía que el camino para alcanzarlo no sería simple.
—¿Cómo… cómo gano la llave? —preguntó en voz baja, como si esperara que el cristal pudiera responderle.
Pero no hubo respuesta. La voz se había desvanecido, y ella quedó sumida en un silencio que era tan profundo como el propio cristal que la separaba de él. Sin embargo, el deseo en su corazón no disminuyó; al contrario, crecía y se transformaba en algo más profundo, más arraigado.
Era como si su vida entera hubiese estado destinada a este momento, a encontrar aquel enigma en su camino. Algo en ella sentía que debía liberarlo, que aquel joven inmóvil en la caja era más que un muñeco, más que un extraño; era alguien que pertenecía a su existencia.
Eros, por su parte, la observaba desde su prisión de cristal, atrapado en el conflicto de sus propios sentimientos. No comprendía lo que le sucedía, la atracción que sentía por aquella humana que se debatía en su dolor y confusión frente a él.
Había sido testigo de la desesperación en sus ojos, de su fragilidad expuesta, y aquel espectáculo de emociones humanas lo tocaba de una forma que nunca antes había sentido. Su esencia, tan eterna y distante, ahora se inclinaba hacia aquella mortal con una fuerza que no lograba explicar.
Mientras la miraba, los recuerdos del Olimpo comenzaron a filtrarse en su mente. En su memoria surgieron los palacios dorados, los jardines eternos y la risa despreocupada de su juventud inmortal.
Recordó los días en que lanzaba sus flechas con ligereza, sin pensar en el dolor que causaban, y la libertad con la que surcaba los cielos bajo el resplandor de las estrellas eternas. Sentía la nostalgia como un filo afilado, un anhelo por todo lo que había perdido, por su poder y su divinidad.
Sin embargo, en la quietud de su nostalgia, una duda surgía en su interior. ¿Por qué la imagen de Psique, frágil y mortal, ocupaba tanto espacio en su mente?
¿Por qué sentía aquella atracción inexplicable hacia ella, una fuerza que rompía con su orgullo y lo dejaba despojado, vulnerable, como nunca antes?
Eros no entendía, y quizás en esa incomprensión radicaba la belleza de su atracción hacia Psique. Era algo nuevo, algo que escapaba de sus propios designios y lo hacía sentir mortal.
Su inmortalidad, tan imperecedera y sublime, ahora parecía desvanecerse bajo la presencia de aquella joven, y la paradoja lo aturdía y lo confundía, como si su propio ser se estuviera disolviendo en cada mirada que ella le dedicaba.
Finalmente, Psique se apartó de la caja, respirando profundamente mientras trataba de asimilar todo lo que acababa de experimentar.
Su pecho subía y bajaba lentamente, mientras sus ojos se posaban una vez más en los de él, cargados de un anhelo que la dejaba desorientada.
Era como si algo dentro de ella hubiese despertado junto a él, un latido nuevo, un anhelo que le susurraba desde el fondo de su corazón.
Eros, desde dentro de su prisión, se sintió vulnerable bajo aquella mirada, pero no pudo apartarse de ella. Sus ojos se entrelazaron en un silencio denso y profundo, un vínculo que parecía ignorar las barreras del cristal y el espacio entre ellos.
—¿Quién eres realmente? —murmuró ella para sí misma, sus pensamientos escapando en un suspiro apenas audible.
La joven permaneció en silencio unos momentos más, antes de que algo la llamara desde el otro lado de la puerta. Como si el hechizo que los mantenía unidos se rompiera de pronto, Psique dio un último vistazo a la caja, luego salió de la habitación sin mirar atrás.