La noche había caído en la mansión, y todo se sumía en un silencio solemne, interrumpido apenas por el crujir de las ramas contra el viento y el susurro lejano de las hojas.
Psique, agotada por la mezcla de emociones que había sentido ese día, se dejó caer en su cama, abrazada por las sombras suaves de la noche. Cerró los ojos y, poco a poco, su respiración fue acompasándose mientras el sueño se apoderaba de ella, envolviéndola en una calma dulce y envolvente.
En su sueño, Psique se encontró de pie en medio de un jardín esplendoroso, un rincón mágico como solo podría existir en los cuentos o en los lugares más secretos del Olimpo.
Las flores, de colores tan vivos que parecían bañados en la luz de las estrellas, se desplegaban en cada rincón, y sus aromas envolvían el aire como susurros antiguos.
Los árboles se alzaban majestuosos, sus ramas extendiéndose como brazos protectores, creando sombras suaves y danzantes.
Cada hoja, cada pétalo, vibraba con una vida propia, emitiendo destellos sutiles que parecían llamar a Psique en una invitación silenciosa. El aire era tibio y acariciaba su piel como un manto invisible, llenándola de una paz indescriptible.
Pero lo que más la sorprendió fue ver, en el centro del jardín, la figura inmóvil de Eros. Allí estaba, como siempre, con su belleza serena y la quietud de un sueño eterno, pero en este lugar mágico, fuera de la caja de cristal. Psique sintió una oleada de alegría que inundó su pecho; ya no había barreras, ya no había frías paredes de cristal separándolos.
Era como si el jardín mismo lo hubiese liberado, y, en aquel instante, ella supo que lo había traído allí porque él era su único confidente, el único que escuchaba sus pensamientos más profundos sin juzgarla, sin reírse de sus deseos secretos.
Psique corrió hacia él, y el eco de su risa llenó el aire. Se sentía ligera, libre, como si todo el peso de la soledad que siempre la acompañaba hubiese desaparecido en aquel momento.
Riendo, extendió las manos hacia él y sintió el calor de su piel bajo sus dedos; no era fría ni rígida, sino cálida, viva, como la de un humano. Su corazón palpitaba desbordante de alegría, y su risa se mezclaba con la brisa, creando una melodía que flotaba sobre el jardín, impregnándolo de una felicidad que solo ella podía sentir.
Y entonces, ante sus ojos, Eros comenzó a moverse. Al principio fue un gesto leve, casi imperceptible, como un temblor de hojas bajo el sol. Pero luego, sus ojos dorados se abrieron y la miraron, ya no como un reflejo inmóvil, sino con una chispa de vida que la cautivó, encendiendo una llama en su interior.
La expresión en su rostro cambió, su boca esbozó una sonrisa, y Psique sintió cómo su corazón daba un vuelco. Era una sonrisa suave, intensa, la clase de sonrisa que parecía capaz de derretir cualquier tristeza y llenar cualquier vacío.
Psique se quedó sin palabras, el asombro atrapándola en un instante eterno. Jamás había visto algo tan bello, tan perfecto. Su corazón latía con una fuerza desconocida, una mezcla de incredulidad y alegría que la envolvía como un torbellino.
Eros se movía, caminaba hacia ella, y cada paso parecía cargado de un poder misterioso, como si el suelo mismo floreciera bajo sus pies. La luz en sus ojos era profunda, misteriosa, y su voz, cuando habló, fue como una caricia en el viento, envolvente y llena de promesas.
-Psique... - dijo Eros, y el sonido de su nombre en aquella voz la hizo estremecer de pies a cabeza.
Aquella voz era la más hermosa que jamás había escuchado, como el eco de un río cristalino o el susurro de las hojas al amanecer.
La envolvía, la atraía hacia él, y Psique sintió que el mundo entero se disolvía a su alrededor, que solo existían ellos dos en medio de aquel paraíso. Era como si el universo se hubiese condensado en aquel momento, en aquel jardín, en aquella mirada.
Sin dudarlo, Psique se acercó a él, cautivada, y antes de saber lo que hacía, lo rodeó con sus brazos, envolviéndolo en un abrazo. Sentía su calor, la suavidad de su piel bajo sus dedos, y la textura de su ropa como si fuera seda tejida de estrellas.
Psique cerró los ojos, dejando que cada sensación la envolviera en una ola de felicidad pura. Su corazón latía al unísono con el de Eros, como si estuvieran sincronizados en una danza eterna, y se permitió quedarse así, abrazándolo, inmersa en la certeza de que había encontrado a alguien que llenaba el vacío que llevaba tanto tiempo en su interior.
Para Eros, el abrazo de Psique era una revelación. Su contacto era suave, cálido, tan real que casi olvidaba la prisión invisible que lo contenía. Sus brazos rodeándolo le recordaban la libertad perdida, los cielos donde solía volar sin límites, las noches eternas del Olimpo, donde el amor y la pasión fluían libres como el viento.
Pero había algo más, algo que nunca había sentido antes: una ternura indescriptible, una mezcla de paz y añoranza, que lo envolvía como un manto y lo hacía desear quedarse allí, atrapado en ese instante.
-Eros, solo déjate llevar -susurró Psique, su voz llena de alegría y cariño.
Él la miró, sorprendido, con una intensidad que parecía trascender el tiempo y el espacio. Sus ojos dorados reflejaban la luz del jardín, y, por un momento, Eros se permitió olvidarlo todo, abandonándose a esa sensación que despertaba en su interior.
Pero, al mirarla a los ojos, algo se encendió en él, algo profundo y urgente, como un grito que había estado callado por demasiado tiempo.
-Ayúdame, Psique. Por favor, ayúdame a revivir por completo -murmuró él, su voz cargada de un anhelo que nunca antes había sentido. Era una súplica, una confesión hecha de vulnerabilidad y esperanza - No es lo que parece. Sácame de esta prisión. Por favor, ayúdame a volver a ser quien una vez fui, y te prometo que jamás me iré de tu lado.
Las palabras de Eros resonaron en el aire, y Psique se quedó sin aliento. Era como si cada sílaba se hubiese grabado en lo más profundo de su alma, cada palabra tocando una fibra escondida, cada sonido lleno de promesas y secretos.