Después de siete años de temer al pasado, aferrándose a la convicción de que todo hace parte del universo insidioso y de que hasta lo más esencial puede ser una trastada de la casualidad, Ana sube a la camioneta y cierra la puerta. El sonido del motor de una Ford Explorer policial ahoga el bullicio. Adentro se encuentra Damián. Se miran. Pero la incomodidad para ambos se da al notar que la sirena policial hoy toma el protagonismo en sus silencios. Las lámparas sobre el techo les encandelillan las pupilas, desdibujando los espacios entre los dos, quienes, hasta ayer, creían haberse conocido desde hace años.
Ante sus ojos, la ciudad luce tranquila. La medianoche se acerca. La velocidad del vehículo disminuye. Entran al área en donde se concentra la luz, por ende, tanto habitantes como edificios se pueden detallar a perfección. La camioneta inicia su descenso. Hierven ante sí las luces de neón. Este sector de la ciudad se caracteriza, sobre todo, por la población estudiantil que en él habita, pues existe un número importante de colegios, universidades y pensiones. Muy cerca se encuentra la zona azul o de ocio —en la que los bares representan el ochenta por ciento de los lugares lúdicos—, sitio acostumbrado por la mayoría de pobladores de Ciudad de Ivazú, que entre borracheras rememoran la fundación de la ciudad en los años setenta, cuando los ciudadanos decidieron rechazar al narcotráfico y migrar de la metrópoli.
Bajo las enormes vallas colgantes de las fachadas, hallan en posición firme a tres militares que esperan la medianoche para el cambio de guardia. Sus músculos se tensan. Nadie repara en ellos. El viento sopla cálido. Finaliza el mes de agosto del año 2014.
La camioneta abandona los destellos de la urbe y se interna en la quejumbrosa carretera. Por el panorámico, frente a ellos, apenas se divisa el arácnido metálico que conecta a la capital con el sur del país: una megaestructura terminada diecisiete años atrás y que, durante su construcción, presentó diversos decesos inexplicables. Solo hasta mediados del año 2001, tras instaurarse el gobierno federal, se pudo iniciar una investigación honesta, luego de la restructuración del sistema judicial que, organizado bajo un soporte igualitario, dictaminó que, durante la recolección de muestras en la escena del crimen, como en la pertinente investigación, habría dos encargados de alto rango: uno del cuerpo forense y otro, del policial. Escenario que los conectó por primera vez y que, aún hoy, los une.
Atrás ha quedado la infraestructura artrópoda. Ahora, el paisaje momentáneamente anodino revela ante sus ojos un conjunto de naturaleza muerta que cruje bajo el caucho ardiente de los neumáticos en fricción. Llega la medianoche. Los zumbidos locales desaparecen al igual que las luces y el aroma volátil de la benzina carburante. El ronquido del motor es rabioso y rebelde, tanto como la mano que ejecuta la palanca de cambios. En el interior, dos rostros inexpresivos. Música instrumental a bajo volumen y, en el asiento del conductor, un hombre: Damián Caballero, inspector en jefe, reconocido dentro del cuerpo policial como “El domador o el que amansa”.
Criminales y colegas lo conocen con este mote, pero los más cercanos, incluyéndola, son conscientes de la influencia que tuvieron su herencia andaluza e historia familiar en la disciplina ejercida sobre él a manos de su padre Izan Caballero, fugitivo de la dictadura de Fulgencio Batista y persona responsable de sus dichas y traumas luego del fallecimiento de María Paz, su madre.
Ana sabe que el “apodo” muestra solo la fachada del inspector en jefe, pero, en el fondo conoce que fuera de su gusto por el servicio policial, las armas, los coches —y ese acento postizo ibérico característico en su habla—, es políticamente correcto en su actuar, comportamiento que los lleva al silencio actual.
Afuera, la Ford Explorer doma al asfalto. Adentro, el inspector Damián Caballero conduce y evita mirar a Ana Mondragón, médica forense, treinta y siete años, gafas grandes, cola de caballo, ninguna joya, alta. Sobre sus piernas un maletín y una carpeta.
Los ademanes y la sencillez física que la caracterizan hasta hoy distan de una opulencia y abolengo que hereda por línea paterna, pero que rechaza. El apellido Narváez —dado por naturaleza de su padre Manuel, prestigioso abogado— encierra recuerdos negativos de una niñez doblegada por una visión machista y misógina, en la que la figura femenina es menor que cero a la izquierda y, en cambio, el varón es el estandarte guía para la familia. Al cumplir la mayoría de edad, hija única, Ana rompió los lazos legales que la unían a su padre. Cambió su primer apellido por el segundo, Mondragón, el de su madre, Marina, y abandonó el hogar, convencida de no volver.
Pese a los años y a la distancia, el inspector Damián Caballero se lo recuerda, en cierta manera. No son guapos según las normas convencionales. Las cejas, bastante espesas y prolongadas. En Caballero, una cicatriz parte en dos la del ojo derecho, según había contado él, debido a una bala que le rebotó. Pero, lo que más le impresionaba de ambos —al menos lo que recordaba de Manuel, su padre— era la mirada. Al sonreír, juguetona; cuando enfurecía, centelleante. Los dos usaban gafas a juego con joyería fina: un reloj de plata y en el cuello una cadena que ocultaba tras la ropa el símbolo de la alianza, mientras que en sus dedos anulares traían la marca en detrimento.
Tras observarlo un instante, Ana respira hondo y posa la mirada sobre la carpeta. La abre. De su interior toma dos cartas, los arcanos mayores del tarot: uno, la rueda de la fortuna y dos, el diablo. Cada una fue encontrada en la escena del crimen. Son la firma del asesino.