—¡No se me da la gana y no lo haré!
Ana deja de observar y actúa. Se levanta y desde su puesto le ordena al interrogado:
—Yo quiero que me lo diga. ¡Claro si tiene los huevos! Aunque sospecho que usted tiene más vagina que yo.
El hombre se suelta de los policías. Empuja con furia la mesa de hierro hacia adelante, llevando hacia atrás las sillas del inspector y de la forense que por el movimiento, fuerza y velocidad caen de espalda. Inmediatamente, se abre de par en par la puerta de la sala y entran más hombres vestidos de oscuro, atrapan a Samuel, auxilian al inspector en jefe y a la mujer con él. El abogado continúa sentado, chupando dulces de anís y a la espera.
—¡Se las robé a Dalí! —grita.
—¿Por qué? —pregunta Caballero.
—Debían ser mías no de él.
Energúmeno sube el tono de voz.
—Era un loco, yo estaba cuerdo, ¿por qué a él sí y a mí no? ¿Qué tenía ese maldito loco de mierda?
Los asistentes lo observan sudado, tembloroso, con la rabia exacerbada en su mandíbula y manos. Los ojos inyectados en sangre.
—¿No era vuestro amigo?
—¡No! Me acerqué a él por ella —señala a la forense.
Ana lo observa. Esa mirada la reconoce, es la misma de ese niño en el árbol de flores blancas postrado sobre el césped recibiendo sus golpes estoicamente.
Ella se acerca lo suficiente, ordena que se ponga de pie y a breves centímetros de su rostro a bajo volumen y viéndolo a los ojos le dice:
—Eres tú.
El hombre le corresponde con la mirada.
—Lo soy, siempre lo he sido y ¿solo hasta hoy lo notas?
En la vida de Samuel Camacho no había existido un momento en donde la presencia de Ana no estuviera. Sólo al ser enviado al exterior, pero al regresar siempre estuvo cerca de ella, pero hasta que trabo amistad con Dalí, supuso que en algún momento podía aspirar a acercársele, pero, lo descubrió. Sus planes. Por eso lo mató y por celos, explica.
—¿Los otros dos? —pregunta ella.
—Carne de cañón, necesitábamos que fueras— responde como si se tratara de alguna fiesta o una actividad común.
Se acerca Damián y le pregunta:
—¿Las cartas del tarot?
Las cartas del tarot le recuerdan a Ana, se las enseñó una tarde que lo dejaron en casa y ella estaba enferma.
—La forense me las enseñó, era como nuestro código ¿Recuerdas?
Ana no responde, en su rostro solo expresa una mueca de indecisión. Medita sobre sus recuerdos y las memorias vagas de aquella situación. No lo descarta, podría ser, a la final había sido hace veintisiete años y en un mal año, en 1986, no podría recordarlo con claridad y no era su culpa.
—¿Por qué el tarot ? —pregunta Caballero
—Llamar su atención, tal vez. Sabíamos Dalí y yo que les asignan casos, pero son ustedes quienes deciden si tomarlos o no.
—La rueda de la fortuna, el diablo y el mago ¿Que significan?
—Solo personas.
Ana se acerca a él y le pregunta:
—¿Quién lo planeó y cuál de los dos el ejecutor?
—Ambos.
—¡Mentira! —le grita ella.
—Es suficiente —interviene el inspector.
Diez de la noche. Ha terminado el interrogatorio.
Hombres uniformados se llevan a Camacho quien es apresado. A la salida, Chaparro sigue ofreciendo dulcecitos para calmar el ánimo. Le ofrece uno al Ermitaño:
—Métase sus confetis por el culo, viejo marica —grita antes de atragantarse con nebulosa y gruesa baba energúmena y rebelde.
El abogado Chaparro, lo observa, retira su mano con los caramelos en la palma, los mete en el bolsillo. Carraspea y lo sigue, en silencio, como un perro faldero. Pensativo también, un poco sedentario, perezoso, tímido pero inteligente. No se le puede tratar de loco, porque se demuestra su sapiencia, cordura y razón. Además, fuera del caso, la decisión afectaría a su familia, si se tramita la interdicción, los bienes pasarían no a su hermana, sino al esposo de esta. Cómo lo especificó su padre en el testamento en vida:
“Solo los varones pueden heredar los bienes, si no los hay entonces los esposos de estas”.
Tanto Camacho, como su abogado eran conscientes que si Samuel resultaba interdicto y Víctor ya lo es, tanto las empresas y demás bienes familiares pasarían al poder del conyugue de su hermana. Situación que no les es grata ni a los empleados ni a Samuel y su hermano, por ello, la interdicción jamás ha sido un plan B.
Chaparro es consciente que en este momento no se puede llegar a acuerdos porque ni siquiera están en el proceso, solo buscan sindicar al sospechoso para iniciar el juicio, pero para él es ideal sentar la pauta de negociar con el fiscal en donde la pena no sea tan severa, bien sea por buen comportamiento o cualquier beneficio.
La sala concurrida con anterioridad va convirtiéndose en un espacio espectral, blanquecino en donde el frío te hiela los huesos y de todos solo quedan Caballero y Mondragón.
—Tenemos la confesión —afirman al unísono.
Antes de marcharse de la sala ha sido el abogado quien promete los folios con la declaración para días posteriores.
—¡Buen trabajo! —se dicen los dos individuos que han quedado en la sala. Un acercamiento de almas y cuerpos. Observarse, repasar la cara del otro como si cada uno fuera un espejo. Sonreír, arreglarse el cabello. Y regresar a sus ojos, a su aliento, a los labios tersos, palpitantes y cálidos.
—Tengo hambre, sed y deseo…
—Iniciemos con el hambre y la sed —contesta Caballero.
Después de siete años de temer al pasado, aferrándose a la convicción de que todo hace parte del universo insidioso y que lo más esencial, puede ser una trastada de la casualidad, Ana se sube y cierra la puerta de la camioneta. El sonido del motor de una Ford Explorer policial, ahoga el bullicio. Adentro se encuentra Damián Caballero, inspector en jefe. Se miran sin decirse nada, pero el mutismo lo sienten acorde. Las lámparas sobre el techo dilatan las pupilas y desdibujan los espacios entre los dos.