1. En silencio

Te miro desde lejos

como quien mira el mar sin mojarse los pies,

sabiendo que si se acerca,

podría ahogarse en su propia marea.

-De las cartas que nunca te di

Siempre dejo el cuaderno un poco abierto. No mucho, apenas lo suficiente para que respire. Como si las palabras que guardo ahí dentro también necesitaran aire para no asfixiarse. Es irónico, porque soy yo el que se ahoga cada vez que lo veo.

Él ya está en su lugar cuando entro al aula. Julio. Con ese pelo que parece que nunca se peina, la mochila colgando de un solo hombro y la pelota de básquet rodando por debajo del banco. Se ríe con sus amigos, como si todo en su mundo funcionara con una naturalidad que yo no comprendo.

Me siento dos filas atrás. Siempre el mismo lugar. Siempre la misma distancia.

Me basta con eso.

A veces, cuando se gira de casualidad o pasa caminando cerca, pienso que va a notar algo en mí. Como si pudiera leer mi secreto en la cara, o en las manos que aprietan demasiado fuerte el cuaderno.

Hoy, como todas las mañanas, abro la tapa solo un poco. Ahí está el poema que escribí anoche. La tinta sigue fresca, o al menos me gusta pensarlo. Es mi manera de mantenerlo cerca sin tenerlo.

—¿Otra vez escribiéndole a tu amor imposible? —dice Tomás, mi mejor amigo, sentándose a mi lado con su tono burlón de siempre.

No lo miro. Solo cierro un poco más el cuaderno.

—No es un amor imposible —le digo.

—Entonces dáselo. Dale uno de esos poemas, a ver qué pasa.

—No.

Él suspira, pero no insiste. Tomás nunca me presiona más de la cuenta. Solo deja el comentario flotando, como quien lanza una piedra al agua y observa las ondas que provoca.

Miro a Julio una vez más. Está apoyado contra el banco, estirando las piernas largas, con ese gesto relajado que parece no esforzarse por gustar y, aun así, lo logra. Yo no tengo esa facilidad. Lo mío es esconderme entre palabras que nadie más lee.

Te miro desde lejos, escribí. Y no sé si alguna vez me animaré a acercarme.