El tonto y el poeta

2. Las cosas que se dicen sin palabras

Hay días en los que te escucho reír
y me dan ganas de escribirle un poema al sonido.
Otros días, me basta con mirarte respirar.
Y todo lo que no digo, igual tiembla entre las líneas.

-De las cartas que nunca te di.

No sé si soy valiente por seguir escribiéndole poemas a alguien que no sabe que existen, o cobarde por no hacer nada más que eso. Supongo que depende del día.

Hoy me sentí más cobarde que de costumbre.

La mañana empezó igual que siempre: el cuaderno entre los brazos, la garganta seca, y los ojos buscándolo en el salón como si fuera un faro. Julio ya estaba ahí. Siempre llega antes. Apoya la cabeza contra la mano, garabatea algo en su cuaderno de apuntes —que seguro no son poemas—, y a veces bosteza tan fuerte que se le escapa una risa. Tiene una risa perezosa, como si viniera desde el fondo del pecho, y yo soy tan idiota que he llegado a escribir sobre eso. Literalmente.

Me senté dos filas detrás de él. Mi lugar. Mi punto seguro.

Y ahí empezó todo. Bueno, todo no… pero algo.

—¿Tenés corrector? —preguntó, girando apenas la cabeza hacia atrás.

Tuve que tragar dos veces antes de poder moverme.

Él me miraba. A mí. Esperando algo. No sé cómo no me desmayé en el acto. Busqué el corrector con manos temblorosas y se lo pasé sin decir una palabra. Creo que ni lo miré a los ojos. O sí. Ya no sé.

—Gracias, Gerónimo —dijo, como si fuera normal saber mi nombre. Como si eso no me prendiera fuego el estómago.

Volvió a girarse y yo me quedé ahí, congelado. Anoté la frase en la esquina de la hoja de literatura, como si fuera una cita importante:

"Me preguntó si tenía corrector."

Tomás, que había llegado tarde y se sentó al lado mío, me miró con cara de “ya empezamos”.

—¿Te habló? —susurró.

Asentí. Muy despacio.

—¿Y qué dijo?

—Que si tenía corrector.

Tomás se rió en silencio.

—Y vos ya estás escribiendo poesía sobre eso, ¿no?

No le respondí. Porque sí.

En el recreo me quedé en el aula. Dije que tenía que repasar algo, pero era mentira. Me senté solo, abrí el cuaderno y escribí sobre sus manos, sobre el modo en que sostuvo el corrector, sobre la manera distraída en la que lo dejó sobre su banco sin devolvérmelo.

Pensé en decirle que me lo olvidó. Pero no lo hice. Porque eso implicaba hablar. Mirarlo. Y a veces no puedo.

Lo observé desde la ventana mientras él se apoyaba contra una columna del patio y hablaba con otros del equipo. Tenía la capucha puesta a medias, como siempre. Las mangas arremangadas. Y esa forma suya de reír con la cabeza hacia atrás, como si el mundo entero fuera liviano.

Yo no soy así. A mí el mundo me pesa.

En la clase de educación física me excusé, otra vez. Inventé que tenía un dolor de rodilla. Ni la profesora se molesta en verificarlo ya. Me senté en la grada de madera con mi cuaderno abierto sobre las piernas mientras los otros corrían detrás de la pelota como si la vida dependiera de eso.

Y Julio… bueno. Él brillaba. No de una forma exagerada, ni perfecta. Brillaba como brillan las cosas que uno no puede dejar de mirar. Estaba despeinado, con la camiseta algo suelta, y la cara colorada del esfuerzo. Anotó dos veces. Gritó una jugada. Se chocó con un compañero y se disculpó con una sonrisa.

Yo lo miré todo. No podía evitarlo. Era como estudiar una pintura que nunca terminás de entender.

Cuando terminó el partido, él pasó corriendo por delante de mí con la toalla al cuello. Me saludó con un gesto de cabeza, rápido, breve, pero real.

Yo apenas levanté una mano. Fue suficiente para escribirle cinco versos.

A veces me basta un gesto tuyo para sobrevivir la semana.
Un “hola” lanzado al aire como si no valiera nada,
y yo atrapándolo en el pecho como si fuera oro.

En el camino de vuelta a casa, Tomás me acompañó como siempre. No dijo nada al principio, y lo agradecí. El aire estaba tibio. El sol empezaba a caer, tiñendo las veredas de un color anaranjado que me da nostalgia sin motivo.

—Estás muy metido, ¿sabés? —dijo de pronto, sin mirar.

—¿Y qué querés que haga?

—No sé. Decíle. Escribile algo en serio. Entregale uno de esos poemas.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque si no siente lo mismo, todo se rompe.

Tomás pateó una piedra y suspiró.

—O se construye algo nuevo. Capaz no es amor, pero tampoco es el fin del mundo.

—Para mí sí —le dije sin pensar.

Y fue raro decirlo en voz alta. Porque en mi cabeza siempre suena más poético, más tranquilo. Pero al decirlo… dolió. Como si admitirlo fuera sacarse una espina clavada hace tiempo.

Esa noche, después de cenar, me encerré en mi cuarto. Encendí la lámpara y me senté con el cuaderno abierto. No escribí de inmediato. Miré las páginas anteriores, los poemas sin título, las palabras tachadas, los versos que me dan vergüenza y orgullo al mismo tiempo.

Y entonces escribí. Uno nuevo. Uno más.

Y al final, como siempre, lo firmé.

-De las cartas que nunca te di




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