El tonto y el poeta

3. El peso de las cosas pequeñas

A veces te imagino leyendo esto,

con las cejas fruncidas y los labios entreabiertos,

como si intuyeras que sos vos, pero no te animaras a preguntar.

Y entonces cierro el cuaderno. Porque no estoy listo para que lo sepas.

-De las cartas que nunca te di

La biblioteca siempre me pareció el lugar más seguro de la escuela. No por los libros, aunque también. Sino por el silencio. Hay algo en ese silencio que no me pide nada, que no exige explicaciones. Acá nadie me mira raro si no hablo. Nadie pregunta por qué estoy solo. Es como si los libros me entendieran mejor que las personas.

Ese martes fui después de clase, buscando uno de esos poemarios imposibles de encontrar, con hojas finitas y autores que solo le importan a los que buscan consuelo en los márgenes. Me movía entre los estantes como si conociera el lugar de memoria, que, en realidad, lo conocía. Me gusta la sensación de estar escondido entre palabras que no son mías.

Lo que no esperaba era verlo entrar.

Julio.

Tenía la mochila colgada de un hombro, los auriculares descansando sobre el cuello y una hoja arrugada entre los dedos. La llevaba como quien no sabe si va a leerla o romperla. Fruncía el ceño con concentración, moviendo la boca en silencio, como si estuviera ensayando algo.

Me agaché detrás de un estante, como si fuera parte del mobiliario.

Mi primer impulso fue huir. Después, quedarme quieto. Después, mirarlo. Siempre termino eligiendo mirarlo.

Julio se detuvo frente al sector de historia. Parecía buscar algo con frustración creciente. Se pasaba la mano por el pelo, suspiraba, se mordía la comisura del labio. Yo observaba cada gesto como si eso fuera un idioma que sólo yo entendiera. Y en cierto modo, lo era.

Pero entonces ocurrió lo que nunca pensé que ocurriría.

—¿Gerónimo?

Me giré tan bruscamente que choqué contra el estante y casi tiro un diccionario gigante.

—Eh… sí —respondí, con la voz medio desinflada.

Él sonrió. Y me habló como si me conociera de verdad:

—¿Vos sabés dónde están los libros de historia del siglo XIX? Tengo que hacer un trabajo para mañana y no encuentro nada.

Historia del siglo XIX. Fácil. Lo supe de inmediato, pero me tomó unos segundos reaccionar. Me acerqué a la estantería correcta y señalé el estante del medio.

—Ahí están. Segundo y tercer estante, más o menos. Los de tapas verdes son más completos.

—Sos un capo —dijo, y sonó tan sincero que tuve que bajar la mirada.

—No es nada —murmuré.

Estaba por darme vuelta, huir de la escena como siempre, cuando él me frenó con otra pregunta:

—¿Y vos qué buscás?

Mentí. Instintivamente.

—Narrativa contemporánea —dije, y me odié un poco por eso.

—¿Te gusta leer?

Asentí. No tenía fuerzas para explicarle que leer era respirar. Que escribir era no ahogarme. Que cada vez que él me hablaba, yo necesitaba ponerlo en palabras para entenderlo.

—Yo soy malísimo para leer —dijo, rascándose la nuca, con una risa leve—. Me distraigo, me cuelgo. No sé. No me sale.

—Capaz es porque no encontraste el libro correcto —solté, sin pensar.

Me miró, medio sorprendido.

—¿Y cuál sería el correcto?

Vos.

Esa fue la palabra que apareció en mi mente.

Pero dije:

—Depende de lo que quieras sentir.

Se quedó en silencio. Apenas unos segundos. Pero yo sentí que el mundo se detenía.

Y entonces lo dijo:

—Eso fue re profundo, Gero.

Gero.

Nunca me había llamado así. Nunca me habían llamado así.

Se alejó después de eso. Llevaba uno de los libros de tapas verdes bajo el brazo. La hoja arrugada seguía en su mano, y por un segundo imaginé que era un poema. Una carta. Algo suyo. Algo que podría leer mil veces.

Me quedé ahí parado, con las piernas temblorosas. Saqué el cuaderno del morral, lo abrí sobre una silla y anoté:

"Depende de lo que quieras sentir."
Y abajo, con letra más pequeña:

Me dijo “Gero”.

El camino de regreso fue más lento que de costumbre. No porque estuviera cansado, sino porque quería que el día no se terminara todavía. Era como si todo lo que pasó necesitara más tiempo en mi cabeza. Más espacio en mi cuerpo.

Tomás no vino conmigo. Me escribió que se había quedado en entrenamiento extra. Mejor. No sé si estaba listo para hablar con él. Ni siquiera sabía qué decirme a mí.

En casa, subí directo a mi cuarto. Cerré la puerta con cuidado, como si los recuerdos pudieran escaparse si hacía ruido. Me saqué la mochila, prendí la lámpara de escritorio, y me senté con el cuaderno abierto.

Las palabras vinieron solas. Como siempre que él deja una marca.

Hoy hablamos por más de veinte segundos.
Mi voz no tembló (demasiado),
y dijiste mi nombre como si lo conocieras desde siempre.
No sé si mañana lo vas a recordar.
Pero yo no me lo voy a olvidar nunca.

— De las cartas que nunca te di

TOMÁS: ¿Sigue todo en orden en tu telenovela con Julio?

YO: Hoy me dijo Gero.

TOMÁS: ¡Nooo! Te vas a desmayar.

YO: Ya lo hice. Internamente.

TOMÁS: ¿Y qué vas a hacer con eso?

YO: Guardarlo en mi caja de “cosas que me destruyen y no puedo contarle”.

TOMÁS: Sos un dramático. Pero te quiero igual.

YO: Gracias.

Cerré el chat. No quería que se terminara el día. No quería que la magia se apagara con la noche.

Así que abrí el cuaderno una vez más. Solo para mirar su nombre escrito ahí.




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