El trayecto más oscuro

Capítulo 1

El aniversario del abuelo Oasis es hoy mismo. Y lo que la familia Génesis puede hacer para rememorar su pasar por la vida es... lo de siempre: luchar directa o indirectamente en contra de los codiciosos demonios.

—¡Toto! —le llamó la mamá desde la cocina.

El chico salió de la pieza en cuanto se puso los desgastados zapatos, unos mocasines claritos que encontró en quién sabe dónde.

—¿Qué pasa? —se presentó, con un ademán fastidioso.

—Ya son casi las siete, ¿por qué no vas a la panadería y le preguntas a Sergo? Por si es que le ha sobrado algo de pan de ayer o ante ayer. ¿Me harías ese favor, hijo? —le pidió su madre, mientras le pasaba un trapo a la mesada.

Toto dejó caer sus hombros y tiró la cabeza hacia atrás.

—Ahí voy… —respondió Toto—, pero me la llevo —añadió, tomándole por la muñeca a su hermana menor, quien estaba sentada frente a la mesa, con un enorme y rotoso libro. Ella no parecía estar demasiado interesada en el verdoso de tapa blanda.

—Tiene que practicar su lectura.

Su mamá se negó.

—Ma, si no permites que salga afuera, cuando lo haga, la van a tener de... Que venga a ver cómo me hago el pobrecito en frente del panadero —Toto se río ante la mirada asesina de su madre—. Aparte, si la llevo conmigo nos van a tener un poco más de lastima.

Antes de que sus hijos se pusieran en marcha, los detuvo en seco.

—¡También fíjate en lo de Carmeria! ¡Si tiene tomates, mejor! ¡Y no te olvides de mencionarle que te manda Orisma!

Ambos salieron de la mano y en cuanto su madre ya no los tenía bajo su ojo, se soltaron.

Los hermanos tuvieron suerte con un generoso pedazo de pan de hace dos días, en cambio, solo consiguieron un tomate golpeado y una zanahoria por la mitad, porque la otra mitad tenía algo de moho.  

Para la hora de la cena ya todo estaba servido. La mamá junto a su hija, ya habían colocado la mesa y preparado la comida. El pan calentado, un puñado de arroz para cada uno con un poquitito de tomate y zanahoria, se encontraban a la espera del ausente Toto.

Cuando escucharon la puerta de la entrada abrirse, las quejas de la mamá no se hicieron esperar.

—¿Tú te piensas que puedes irte a pasear mientras tu hermana y yo te preparamos la comida? —comenzó el reproche—. Claro, el señorito se va con los amigos y…—de repente su mama enmudeció.

Toto cargaba con dificultad un enorme espejo algo rayado y sin marco.  

—¡Ay! Nene… Te vas a matar un día de estos —dijo la abuela, que venía desde otra habitación—. ¿Dónde lo quieres colocar?

—En mi cuarto —dijo Toto.

—Nuestro cuarto —interfirió su hermana.  

El espejo era bastante grande, apenas si cabía entre las dos camas de la pieza de los chicos.

Al sentarse en la mesa, la mamá continuó con el sermón:

—Era tú trabajo llevarle el plato de comida a tu padre —dijo, apuntándolo con los labios en el “tú”.

—Bueno, perdóname. Pasa que los chicos me insistieron en ir.

—Si, los chicos… Si te dicen que le des un cabezazo a la pared eres capaz de ir corriendo —ironizó, acomodándose la servilleta en el regazo.

—Obvio… —se burló Toto, haciendo sonreír a su madre, pero sin enseñar los dientes.

La cena estaba por terminar cuando Orisma, su madre le comentó a Toto sobre cierto asunto, justo cuando la abuela Leonora se levantó de la mesa para ver cómo estaba su hijo.

—Un amigo de tu padre que trabaja de supervisor en la metalúrgica, me dijo que con suerte puede darte un puesto, y que si vas a mañana después de la escuela —remarcó una vez más—, con suerte, te hace entrar.

—¡¿Yo en una metalúrgica?! —se quejó Toto, perplejo—. Yo no sé nada de eso, ma.

—Me dijo que te iban a enseñar —replicó su mamá. Ya se la veía venir—. Eso sí, si te aceptan vas a tener que cambiar de turno en la escuela —la mamá hizo una pausa al ver la cara de disgusto de su hijo—. Las cosas no están bien. Todo aumenta. Tu papá necesita medicamentos que ahora mismo no podemos costear.

—¿Y el ejército no se puede hacer cargo? —comentó la niña, jugando con el tenedor en su boca.

—No hagas eso, nena. Ya tienes doce—la retó Orisma—. Deberían, pero en este país uno no puede esperar nada regalado. Otra es que Leonora ya no está para buscar trabajo. Pero, ¿saben qué? Si Dios quiere el sábado y el domingo puedo llegar a conseguir algo para mí. En una casa de un señor económicamente estable. No diría adinerado, pero por ahí va la mano. Así que Toto, el fin de semana te toca cuidar la casa.

—Eso último lo dijiste con una seguridad que parece que ya te dieron el visto bueno —sonrió Toto—. Me alegro. Yo te prometo que voy a dar la mejor cara para conseguir entrar en la metalúrgica —finalizó, entre alegre y dubitativo. 

—Qué raro, parecen todas buenas noticias. No se vayan a ilusionar, ¿eh? —la abuela llegó desde la habitación del papá de la familia.

—¡Ay! Suegra, no diga eso —se molestó Orisma.

—Y si querida, mi madre, que en paz descanse, siempre me decía: “cuando las cosas parecen ir muy bien agárrate el culo”.

Los chicos estallaron a reír. Incluso, a lo lejos, se podía oír un rumor de una risa que venía desde la habitación de Celesios, el padre.

—Esos dichos son de hace mil años, Leonora —acotó Orisma.

—No querida… Las desgracias no tienen épocas —replicó—. Toto, quizá no te acuerdes —se dirigió al chico—, pero yo escuché que una vez te lo dijo. Y sabes las cosas que pasaron en este país, en esta familia… Siempre que lo decía algo malo ocurría. Espero que esa magia negra no tenga el mismo efecto con mi lengua —terminó la abuela Leonora, con los ojos abiertos y una expresión pensativa, observando a un punto fijo en la pared junto a la mesa.  

—¡Suegra! —rechinó Orisma—. ¿Terminamos con el temita? ¿Le parece? —le clavó la mirada—. Aparte, Toto nunca conoció a su madre. Eso me lo dijo a mí.




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