El trayecto más oscuro

Capítulo 2

Al otro día, a eso de las cuatro y media, la abuela ayudaba a Hiena, su nieta, para que por fin aprendiera a leer correctamente.

Leonora nunca fue una mujer de mucha paciencia; ni con su hijo, ni con los hijos de otros. Las horas de práctica se resumían por un lado en: “no me acuerdo, abuela”, y por el otro: “¿Cómo qué no?”.

En medio de la practica las quejas no se hicieron esperar.

—¡Qué suerte tiene Toto! —exclamó la nena resoplando.

—Bueno, eh… Que tampoco soy tan mala maestra, nada más que tú eres media bruta para entender —se defendió la abuela—. Yo a tu edad ya me sabía todo el abecedario a la perfección y podía leer el diario sin trabarme.

—¿Por qué yo no puedo ir a la escuela? —preguntó Hiena, haciendo un puchero.

—Ya te dije, querida. Las mujeres no vamos a la escuela.

—Sí, ya sé que me dijiste eso, pero, ¿por qué? —volvió a preguntar.

—Porque no… —contestó la abuela—. Así es y punto. Para que tanta explicación… —En eso, la abuela se levantó para prepararse un té. Buscó en la alacena un par de tazas y unos saquitos reutilizados por lo menos dos veces cada uno—. No le digas nada a tu madre ni a tu hermano —dijo, sacando un frasco con varias galletas —, son medio despistados; seguro no se dan cuenta.

Luego de servir el té calentito y una galleta para cada una, la abuela dejó el libro de lado y se quedaron en silencio por un momento.

La abuela sorbía la infusión exageradamente esperando que a su nieta le hiciera gracia, para que después de tanto tiempo enmudecida dijera algo.

Tras varios intentos, Hiena no pudo contener su sonrisa.

—¡Lo haces a propósito! —se contentó.

—Nada que ver… Yo tomo así —continuó sorbiendo y siguieron las risas.

Justo segundos de terminar de comer las galletas, Toto entró por la puerta a toda prisa.

—¡Se me va a hacer tarde! —pasó como un rayo hacia su cuarto—. ¡Díganle a mamá cuando venga que me fui a la metalúrgica!

Y así como se presentó, se fue.  

—Está loco este muchacho. Un día de estos lo va a agarrar un auto y lo vamos a tener que despegar con una pala —comentó la abuela, moviendo la cabeza de lado a lado.

—Si mamá estuviera acá, te retaría —le avisó Hiena.

—Ah… cuanta verdad. Cierto que a tu madre no le gusta que diga esas cosas —dejó oír una carcajada—. A tu papá le encanta esa forma de hablar, sin censura.

—Abuela, ¿te puedo preguntar algo? —Hiena cambió de tema sin más.

—¿A qué se debe esa cara tan seria, querida…? Ya me lo huelo mal… No me vayas a pedir locuras que te conozco desde que tu cabeza me cabía en la palma de la mano —se atajó Leonora, levantándose de la silla.  

—No… Ven, siéntate —Hiena le rogó palmeándole el asiento. Leonora desistió. Regresó a su lugar y se preparó para lo peor.

—¿Qué, nena…? A ver, decime…  

—B-bueno —comenzó titubeante—. ¿Viste que el abuelo siempre me contaba sobre los demonios? Y papá también me contó que…

—El abuelo me contaba lo mismo a mí —la interrumpió—. Yo le paraba el carro, porque no quería escucharle hablar sobre eso.

—¿Por qué no? —Hiena se dejó guiar por su abuela, aunque quería preguntar otra cosa—. A mí me daba un poco de miedo, pero con el tiempo me acostumbré. ¿También te daba miedo, abuela? —inquirió inocente.

—No, no. A cierta edad ya casi nada te da miedo. La cosa es que su versión nunca me gustó.

—¿Su versión? ¿Cómo? —preguntó confundida.

—La que tu abuelo contaba para fuera y, después, está la otra. La que solo se cuenta y sabe él —se corrigió—. Sabía…

—Y, ¿cómo te diste cuenta?

—Yo que te digo, que una con los años se da cuenta de esas cosas. Lo conocía bien a Oasis —suspiró—. Ya sabes como dicen: el diablo sabe más por viejo…

—Que por diablo —Hiena completó la frase, haciendo sonreír a Leonora.

La abuela continuó:

—Oasis te decía una cosa y después te decía la verdadera con el brillo de los ojos, con los silencios, cuando dormía… Cuando un ruido estrepitoso lo sacudía.

—¿Papá también cuenta otra versión? —Hiena bajó la voz.

—¿Tu padre? —la imitó musitando y negó—. Tu padre es diferente. Es obvio que todos no son iguales, pero tu padre es raro… Mira que ahora que está postrado tiene tiempo para pensar y recordar y, aun así, nada. Capaz que no me doy cuenta, viste. Él vino diferente de la guerra.

—¿Cómo menos humano? —quiso saber Hiena, algo asustada.  

—Los demonios, ¿no? El padre de tu padre le infló la cabeza con ese tema, y ahora él te la infla a ti. Pero puede que tengas razón; que vino menos humano. Debe ser normal. Pasar mucho tiempo allá; eso te cambia.

Recordando que su nieta le iba a pedir algo, la abuela se intentó retirar a su habitación discretamente, pero cuando a Hiena se le pone algo en la cabeza no es tan fácil de persuadir.

—¡Abuela! No me dejaste preguntarte algo.

Cerrando los ojos y sin voltear, le dijo:

—Te escucho.

—Es sobre… mañana. Quiero ir a ver a los demonios por primera vez.

Rápidamente la abuela le hizo señas para que hable más bajo.

—Vamos a mi cuarto —masculló, haciendo señas con la mano.

La sentó sobre la cama y cerró la puerta.

—Si tu madre se entera que vas, me corta la cabeza.

— Si, pero… yo quiero ir —se encaprichó, cruzándose de brazos.  

—Déjame que veo que puedo hacer. De esto ni una palabra a tu padre, o mencionarlo por error, ¿eh?

La niña asintió con la cabeza y salió sonriente del cuarto.

Más tarde, Orisma y Toto llegaron al hogar con escasa diferencia horaria, apenas unos cuantos minutos.

A Toto se le veía un gesto que no se decidía si estar entre feliz o aterrado. Entró por la puerta con lo que para todos era una muy buena noticia.

—¡Me tomaron! Empiezo el lunes que viene. No me lo puedo creer.

La madre lo felicitó y luego de que todos se le quedaran viendo, especulando cómo es que le había ido a ella, anunció:




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