Esa noche había llovido poco como para afrontar el pesado calor, pero lo suficiente para que las calles de barro se hicieran charcos de lodo, que, a su vez, no tardarían en secarse debido al intenso sol mañanero y provocando que la temperatura aumente. La humedad era sofocante.
Ese día la familia Génesis se despertó bastante tarde, a excepción de Orisma, quién empezaba su nuevo demandante trabajo. Estaba que se la comían los nervios, lista desde las siete y media de la mañana. Por otra parte, Toto se levantó a las once. Fue a la escuela sin almorzar, con la idea presente de que, al cambiar de turno, lo harían volver a la casa. No tardó en agradecer a su abuela quien le dijo que llevara la mochila por si las dudas, puesto que lo hicieron ingresar al establecimiento de todos modos.
Para eso de las siete de la tarde el clima se puso turbio e indescifrable; por ratos parecían formarse enormes nubes grises acompañadas de un fuerte viento arremolinado, para luego sosegarse en una tierna brisa de verano.
La abuela se había olvidado por completo del tema de Hiena. Por eso, mientras descolgaba la ropa en el patio, lugar de varias macetas y flores, Hiena apareció para refrescarle la mente.
—Abuela, ¿vamos a ir? —Hiena le hizo recordar, provocando que Leonora se golpeara la frente con la palma de la mano—. ¡Ay! Querida… Me olvidé —se sinceró.
Notando como en el rostro de Hiena comenzaba a avecinarse un típico puchero suyo, se le ocurrió inmediatamente:
—No pasa nada, no pasa nada. Yo me hago cargo —apaciguó las aguas, luego Leonora llamó a Toto, quien estaba en su cuarto tomando una larga siesta. Al esperar unos segundos y darse cuenta de que su nieto no parecía haberse enterado, se adentró en la pieza con la luz apagada y le movió el hombro—. Despiértate, ya son las siete y pico.
Toto se levantó exaltado.
—¡Le dije a Pedro que me esperase en la esquina! —gritó, de una manera que no se le entendía casi nada. Carraspeo y se puso los zapatos—. Ahora en un ratito vengo, abuela.
—Te dejo ir si dejas que tu hermana te acompañe —condicionó Leonora, prendiendo la luz con el interruptor cerca de la puerta.
—¡Pero ya tengo permiso! —se defendió Toto, cubriéndose de la brillante luz con las manos—. Aparte, mamá no quiere que ella vaya a ver…
La abuela se sentó en la cama a su lado.
—Hazme el favor. No le digas a tu mamá que fue —le pidió, poniendo una voz calma y frotando la larga melena anaranjada de Toto. Y luego de que le conmoviera el corazón al poner los ojos de “por favor”, su nieto no tuvo más remedio que aceptar. No sin antes largar un quejido.
—¡Ah…! Siempre me hacen lo mismo. Se aprovechan de mi caballerosidad.
Salió de su cuarto y fue a buscar a Hiena que esperaba detrás de la puerta, tratado de escuchar todo lo que podía, como buena chismosa pupila de su abuela.
—Si vas conmigo vas a tener que hacer lo que yo te diga, porque lo último que quiero es que te me pierdas —advirtió seriamente—. Ahora, vamos que ya se me hace tarde y Pedro me va a querer matar. ¿Abuela, no quiere venir?
—No gracias, nene. Ya no tengo nada más que ver. Estoy grande; me duelen las rodillas. Además, no puedo dejar solo a tu padre. Vuelvan rápido que, si por azar del destino su madre llega antes, nos cuelga de una de las vigas del techo. A mí por romper las reglas, a Hiena por insistir y a vos Toto… por sonso —dijo Leonora cuando los chicos salieron de la casa, desternillándose de la risa. Y viendo cómo se perdían en la esquina.
A pesar de que Toto sabía que le habían enchufado una carga innecesaria, no pudo evitar una mueca. “De verdad que se aprovechan”, pensó. Pero, aun así, sabía que la próxima vez tampoco se iba a negar, ni la próxima, ni la siguiente.
Su amigo Pedro esperaba con la espalda echada en una farola negra que poco a poco iba tomando potencia. Ya no faltaba mucho para la puesta del sol.
—Me lo llego a perder y empieza a cavar una tumba —lo saludó a Toto, al mismo tiempo que se sorprendió a ver a Hiena—. ¿No era que no la dejaban venir?
—Hola… —saludó Hiena con la mano.
—Esta vez es una excepción —explicó Toto.
Los tres caminaron rápidamente. A medida que se acercaban la gente se iba acumulando a lo largo y ancho de la avenida de nombre Galarda.
—¡Mira todo este gentío! ¡No vamos a poder ver nada! —Pedro alzó la voz. Había muchas voces que superar.
—¡Tampoco es para tanto! —dijo Toto algo optimista—. ¡Bueno, puede que tengas razón! ¡No alcanzo a ver nada!
Intentaron de todo, subirse a donde sea, escabullirse por donde quepan, pero nada daba resultado. Nadie quería perder su puesto, y agarrado de la mano de Hiena, Toto no tuvo chance alguna.
En el momento en que se habían resignado, Hiena se soltó del agarre de su hermano y se metió entre las piernas de la multitud.
Toto no tuvo la rapidez como para detenerla. Se agarró los pelos cuando se dio cuenta que lo único que le quedaba por hacer era estar atento para ver si salía. Rezaba por dentro para que no la aplasten o la asfixien. “Tonta, tonta, tonta y súper tonta”, repetía en su cabeza.
Zigzagueando entre la gente a pesar de su estatura, como un habilidoso roedor, por fin pudo dar con la primera fila. Detrás de las gruesas piernas de un hombre robusto y regordete, se encontraba con la terminación de aquel sueño.
Tenía miedo de ver. Sin embargo, para eso vino, para dejar de tenerlo. Era momento de disfrutar las historias tal como su padre Celesios las vivió, y como su abuelo Oasis las sufrió.
Al quedar por delante de los demás, levantó la vista luego de casi tropezar. La brisa le acarició el cabello corto y rebelde, de colores que se mezclaban entre un apagado amarillo y un color arena un poquitito más cálido.
La marcha de militares avanzaba a paso lento. Allí estaban los nuevos aliados que supuestamente ayudaban a mantener a raya a los enemigos. Vestían el uniforme militar verde de toda la vida y seguían el paso con varios vehículos que llevaban a otros soldados.