Una semana después de que Toto y Orisma cobraran su primer mes de trabajo, la familia Génesis había salida del oscuro fondo del desempleo y los apretadísimos ajustes. Si bien no estaban para derrochar, se habían dado una buena panzada en la que un día la madre hizo magia en la cocina para disfrutar de una pizza increíble que hacía tiempo no disfrutaban.
Tenían planeado ahorrar, comprar ropa nueva y arreglar la casa entre otras tantas tareas que se habían quedado pendientes hace cierto tiempo.
El mayor problema que debían afrontar eran los medicamentos. Pero la madre no fue lenta ni perezosa. Aprovechando a su hija que ocupaba gran parte de su tiempo en la casa, la abuela se encargaba de hacer varias masas de pizza con salsa y condimentos, para que ella fuera a vender en los sectores de mayor concentración obrera. Fue un gran aditivo a sus ingresos.
El sábado fue caluroso por la mañana y tarde; llegando la noche se puso fresco. Ese día Toto acompañó a su hermana a vender, más que nada por su seguridad. Los días en que no iba a la metalúrgica, que eran los fines de semana, le daba una mano siempre que podía.
Ya una vez la demanda agotó las pizzas, ambos regresaban con el pequeño puesto andante. Aún tenían un largo recorrido por transitar y las calles en esa zona eran empedradas, por lo que continuamente las ruedas del carrito se estancaban entre las divisiones.
—Hermano —dijo Hiena, para contarle algo—. Anoche, mientras dormíamos. Bueno, yo ya no dormía, me desperté —comenzó a divagar—. Parecía un sueño, digo, no sé si lo fue. Parecía que sí, porque si no, alguien se mete a la casa por la noche.
—¿De qué hablas? —se extrañó Toto—. ¿Cómo se va a meter alguien a la casa? ¿Estás loca? Seguro lo soñaste. Eres muy fantasiosa.
—Te lo digo en serio, Toto… Había una mujer con un vestido negro… Yo la vi, pero me cubrí la cabeza con las sabanas porque me dio miedo.
—Que te digo, es imposible —sentenció Toto, dando el tema por terminado—. Se te ocurre cada delirio. Mira si una mujer va a entrar a la casa para verse en el espejo…
—No, no. Te hablo en serio. Esta noche nos quedamos despiertos y vas a ver —propuso.
Toto largó una risa.
—Enloqueciste, sin dudas. No voy a desaprovechar el tiempo que tengo para descansar. Yo me levanto temprano para ir a la escuela y después tengo que ir a la “bendita” metalúrgica, que encima me está costando adaptarme todavía.
—Dale, por favor —insistió—. Debe ser un fantasma. Tiene la piel pálida, un vestido acampanado negro con las mangas anchas y una galera muy linda.
—¿Linda? ¿No te daba miedo? —preguntó Toto sonriente—. Debes ser la única persona en el mundo que cuando tiene miedo se pone a halagar a lo que le asusta.
—Una cosa no quita la otra. Era preciosa, aunque no le pude ver la cara. Seguro la tiene podrida o algo así.
En el camino a poco de llegar a casa, se encontraron con la abuela. Leonora había salido a comprar la cena de esa noche, con su nuevo fiel compañero: un bastón.
Luego de entrar el carrito que habían conseguido totalmente gratis en el trabajo de Toto, ambos ayudaron a la abuela con sus bolsas. Las dejaron en la mesada de la cocina. En una de ellas había, sobre otras cosas, varias manzanas. Toto agarró dos y se fue al cuarto del padre. Al no encontrarlo en su sitio habitual salió al patio, y efectivamente allí se encontraba, sentado bajo una sombrilla y una liviana sabana celeste cubriéndole los muslos.
Celesios permanecía inmóvil, solo levantando su mano con la que sostenía su casi inseparable radio.
—Papá, quieres una manzana —ofreció Toto tímidamente.
—No, no… —respondió su padre, para luego comentarle—. ¿Puedes creer que perdimos el Diluvio otra vez? Van a mandar un tanque para proteger la frontera de nuestra provincia. Es un modelo que no tenemos —se detuvo un segundo para toser—. Lo compraron hace poco… No puedo creer que llegaron tan cerca de nosotros; son un montón de estúpidos e inútiles y no pueden frenarlos.
—Ah… que bueno que quieran defendernos, ¿no? —intentó seguir la conversación.
—Si…
Y la plática se estancó ahí.
—Me voy a ayudar a dentro, cualquier cosa dime, ¿sabes? —dijo Toto, regresando al interior de su casa.
Al momento de entrar, su abuela lo manoteó para que lo ayude, ya que la puerta al patio estaba justo al lado de la cocina.
—Ven Totito, ven.
—Sí, ¿qué pasa, abuela?
—Recién quise abrir la llave de agua y me dolían las muñecas, ¿no me la abrís, querido? —le explicó Leonora, con un gesto triste y renegado.
—Cómo no…
—Cuando termine de lavar las frutas y verduras te llamó.
—Pero déjame que te ayude, si te duelen las muñecas no te hagas drama que me encargo yo.
—No déjame a mí, pasa que las llaves están muy duras. En serio, puedo sola.
—Bueno, abuela. Cualquier cosa estoy en la pieza.
Más tarde, sentados en la mesa, Leonora sacó un periódico con una nueva e impactante noticia.
—El vecino me prestó el diario hasta mañana. No saben lo que dice en primera plana —dijo Leonora.
—No, ¿qué dice? —inquirió Orisma, intrigada por la energía que Leonora le puso al hecho.
—Tienen pensado hacer que las mujeres empiecen ir a la escuela. ¿Lo puedes creer? —contó indignada.
—¡Qué bien! —exclamó Hiena con los brazos en alto.
—Uff… ¿en serio? Que fastidio —refunfuñó Toto, sosteniéndose la cabeza con la mano. Provocando que la mamá le retara y ordenando que no ponga los codos sobre la mesa.
—Qué bien nada, nena… —dijo Leonora dirigiéndose a su nieta—. Lo dices porque no sabes lo malo que es, lo que en realidad significa. Hiena la miró tanto sorprendido como confundida—. ¿Quieres saber por qué es algo malo? —Hiena asintió con la cabeza—. Que quieran meter a las chicas como tú a estudiar, significa que nos vamos a quedar sin hombres en el país.