Tras un año de aquella noche para el recuerdo entre los menores de la casa, la familia Génesis había retomado con cierta dificultad y esmero las riendas de sus vidas. Se acabó el no saber si podrían o no comer en la cena, o elegir entre desayunar o merendar durante el día.
Toto había cumplido los quince; un paso más hacia su preciada partida, en cambio Hiena, ahora con trece años, se enfrentaba a un problema que la dejó desconcertada y aterrorizada.
Fue un día como cualquier otro, solo que este se vería perturbado por un extravagante caballero que no conocían ni habían visto nunca.
Hiena había tomado el sano hábito de salir a correr cada vez que lograba con éxito vender todas las pizzas que su abuela le preparaba con esfuerzo. Siempre y cuando llegara temprano y una hora antes de la cena esté servida.
Y en el momento en que Hiena llegó corriendo luego de dar unas cuantas vueltas a la manzana, un señor que pasaba por mera casualidad por el barrio, la vio ingresar a la casa y quedó maravillado con su peculiar belleza. Estás últimas palabras dichas por el mismísimo señor, sin ningún tipo de tapujos y sin importar que le vieran el rostro.
El hombre se bajó de su auto lustroso frente a la casa, se bajó y golpeó las manos, sosteniendo con su antebrazo el bastón negro y corto contra su saco del mismo color. Cuando Orisma salió, se quedó sorprendida por el hecho de que casi nunca le golpeaban las manos, pero quedó con aún más cara de incrédula al ver al elegante y fino espécimen.
—¿Si? ¿Le puedo ayudar en algo? —fue lo primero que se le ocurrió decir, con una voz imponente que escondía lo enervada que estaba.
—Que tal… Mi nombre es Marecena Vispertano —saludó el señor quitándose la galera, una mucho más grande que la que Hiena vio de la mujer fantasma—. Me gustaría conocer a su hija, la que acaba de entrar corriendo.
—A-ahora mismo se está bañando, puede pasar si gusta —le ofreció la madre con un gesto que se torcía de felicidad.
—No, le agradezco, esperaré en mi vehículo. Hágame saber cuándo esté disponible —dijo Marecena, y se fue al asiento trasero del auto, con la puerta abierta esperándole junto a su chófer.
Cuando el señor Marecena terminó de poner su zapato carísimo en el piso del auto, Orisma fue una luz en recorrer la distancia entre la habitación y el baño. Le faltó poco para abrirla de una patada.
—¡Nena! ¡Nena! —gritaba—. Báñate bien y ponte preciosa.
—¿¡Por qué!? ¿¡Qué pasa, mamá!? —inquirió Hiena, tras recomponerse del susto.
—Hay un señor pituco que te quiere conocer —Hiena no respondió—. ¿No estás feliz? ¡Te llega a hacer su esposa y nos salvamos! —dijo entusiasmada, casi que con júbilo—. Bueno, apúrate que te traigo la mejor ropa que tienes y te hago un peinado esplendido para sorprenderle.
La ducha duró mucho más de lo planeado. El agua se había puesto fría desde hace diez minutos, pero Hiena seguía con la cabeza empapada bajo la lluvia de la regadera. Su madre regresó harta y la sacó de un tirón. La agarró con la toalla y le secó el pelo con una velocidad monstruosa. Y después de encajarle un vestido rosado que le llegaba a la altura de las rodillas, unos zapatitos que le quedaba un poco ajustados debido a que eran de Orisma en su juventud, le decoró el cabello con una vincha lila para que le viera la frente. Después la hizo sentar a la espera de lo que para Orisma era un boleto para la salvación definitiva para los Génesis.
Orisma le golpeo suavemente la ventanilla polarizada del auto y el señor Marecena se bajó una vez más, pero ahora con su peor cara, puesto que se había tardado mucho. Al pasar por la puerta la abuela Leonora que se había levantado al escuchar tanto barullo, atisbo como el señor Marecena ponía un gesto desagradable de asco al ver la casa por dentro. De no ser porque ella también compartía la idea de que, si Hiena era de su agrado, su nieta podría tener una mejor vida, si no, lo hubiera echado a patadas patas para afuera.
Cuando el señor Marecena vio a Hiena sentada con las piernas juntas y las manos sobre su propio regazo, su semblante cambió drásticamente. Estaba absorto por la joven.
Rápidamente Orisma le acercó una silla en frente de su hija.
—Por favor, este… —le ofreció asiento, olvidando su nombre por completo.
—Marecena Vispertano… —le hizo recordar, soberbio, a la vez que se arrodillaba ante la confundida Hiena. Y al terminar de besarle la mano como saludo y símbolo de interés, preguntó por el nombre de la joven.
Hiena se puso roja a más no poder, se notaba demasiado debido al tono de su tez.
—H-Hiena… —dio su nombre, con un hilo de voz—. ¿Qué quiere el señor? Yo no hice nada malo… —se atajó con la voz quebrada y mirando a su madre. Estaba a punto de llorar.
—Tranquila, no es por eso —intentó amansar Marecena, acariciándole la mejilla. Únicamente logrando el llanto que intentaba prevenir—. No llores, no llores, bonita.
Hiena no sabía dónde meterse, quería desaparecer por completo de la mirada de aquel desconocido e intimidante hombre. Sin más remedio contuvo su llanto, aunque aún sollozaba. Y se concentró en el moño negro que el señor Marecena lucía con elegancia. Le resultaba bastante encantadora su forma de vestir. Gracias a ignorar la situación y enfocarse en algo que le agradaba, consiguió mantener la calma.
—Entonces, ¿qué le hice? —se aventuró Hiena, incapaz de establecer contacto visual.
El señor Marecena sonrió con unos dientes parejos por debajo de su bigote, con una sonrisa que uno se atrevería a decir que solo son para momentos especiales, o para intentar convencer a algún incauto. No obstante, se notaba que era un hombre que se dedicaba fervientemente a expulsar humo. Además de que su persona emanaba ese olor tan particular del buen tabaco. Pero, a decir verdad, para Orisma no había buen tabaco, solo veneno.
—¿Te gustaría vivir en una hermosa casa? ¿Vestir con prendas que jamás viste? ¿Rodearte de personas importante? ¿Regodearte de los placeres que siempre quisiste? —Marecena no paraba de proponerle cosas sin saber que Hiena aún no entendía ni la mitad.