—Qué bueno que la abuela no haya podido amasar tantas pizzas hoy, no compra nadie —se dijo Hiena, muerta del aburrimiento a la salida de la obra a la cual siempre asistía en horario de cierre.
Apenas había conseguido vender dos porciones cuando se percató de que ya no quedaba ningún posible cliente. Esperó unos minutos para ver si es que por lo menos lograba vender otra, pero no fue el caso.
La desilusionada Hiena miró por encima de las tablas de madera que impedían ver con claridad al otro lado. Gracias a su altura y a su espléndido salto, se quedó agarrada y alzó la cabeza lo más que pudo. Se encontró con un edificio que, en cualquier momento, podría habilitarse. Ya lo sabía por ver las plantas superiores terminadas, sin embargo, su curiosidad pudo con ella. De ese modo se cercioró que la estrategia de esperar a los hambrientos y fatigados obreros ya no iba a traer tantas ganancias como era costumbre.
Llegó a la conclusión de que quizá hoy no tuvieron tanto trabajo debido a que ya casi terminaban, y es que por eso aún tenían energías de sobra.
—Rápido, rápido —Hiena oyó un susurro a sus espaldas.
Extrañada giró su cabeza hacia su carrito de pizzas y observó sorprendida como tres niños de edades similares le robaban la comida. En primera instancia se quedó helada, con los ojos tan abiertos que parecían salir de sus cuencas, y siguió con la vista a los rateros que se iban riendo y haciendo caras por la calle.
Los tres niños doblaron en una esquina a toda velocidad y luego se metieron en un callejón oscuro, en el cual solo había un contenedor enorme de basura negro repleto de bolsas que sobresalían de este, además de una gran cantidad de papeles, botellas vacías y demás envoltorios por todo el suelo.
Uno de ellos se recostó en la pared, jadeando y sonriente. Agachó la cabeza para recomponerse cuando escuchó su nombre. Sus cabellos largos le taparon el rostro.
—¡Valor! —uno de los chicos, Tomas, le llamó la atención con voz trémula.
—¿Eh? —levantó la vista para encontrarse con la niña a la que le habían robado.
—¡Devuélvanme lo que es mío! —bramó Hiena, clavándole sus ojos marrones al niño rubio.
Los ojos de Valor vibraron debido al estupor.
—No puede ser, ni siquiera habías empezado a correr cuando te vimos en la esquina… —interfirió Enrique, el más bajo de los tres.
—Igual… no me importa si eres un velocista, ¡no te vamos a devolver nada! —espetó Valor, procediendo a lamer la comida robada. Y sus amigos hicieron lo mismo, pasándole la lengua con clara intención de burla. Luego añadió—: ¿Y ahora qué vas a hacer, gigantona? —le dijo, sacando la lengua.
Valor no tuvo tiempo a reaccionar. Cuando se quiso dar cuenta, estaba sentado en el suelo con el labio partido de un portentoso golpe. Despegó sus labios dando indicios de decir algo, pero enmudeció. Rápidamente dirigió su vista a sus amigos, que al igual que él, estaban estupefactos por lo que acababa de pasar. “¿No van a decir nada?”, se preguntó a sí mismo, y antes de reacomodar sus ideas y de proceder a defenderse, Hiena le dejó bien en claro una cosa:
—¡La próxima vez que me roben los voy a golpear a cada uno! ¡Pueden meterse esas pizzas en el orto!
Fue un tronido atemorizante. Su voz no era tan aguda como otras niñas de su edad, por eso y por la manera en que lo dijo, tanto Valor, Enrique y Tomas se petrificaron en sus sitios, con los puños tibios y con sus corazones acelerados; les arrebato cualquier intención de responder agresivamente.
No obstante, la ira que hacía que Hiena pudiera enfrentarse a lo que sea se fue apagando en un abrir y cerrar de ojos. Se marchó a paso lento hasta su carrito metálico, en el cual ya ni siquiera quedaban las pizzas restantes. Tomando la manija con ambas manos se regresó llorando en silencio. Estaba entristecida, después de todo, sentía que era su culpa. Sabía que había perdido de vista el carrito por mera curiosidad, y el resto por perseguir a los ladrones y dejar el carrito solo en medio de la vereda. Le dio tanta bronca que pensó en regresar al callejón y golpearlos a todos, idea que se desvaneció de inmediato cuando un hombre que pasaba por ahí le regañó diciendo que mirara al frente y que tuviera cuidado, puesto que Hiena avanzaba cabizbaja ajena al mundo real.
Esa misma noche reparó en lo mal que había hecho, en que su madre tuvo razón en reprenderla y en la horrible impotencia que saboreo cuando los niños le pasaron la lengua a la comida que su abuela, con el dolor de muñecas incluido, preparó con tanto esmero.
Se tapó el rostro con su almohada y largó un gritó ahogado que se oyó como un ligero rumor en toda la casa.
Se encontraba sin poder dormir con el brazo derecho extendido y el otro en una posición de noventa grados contra la pared.
Eran casi las doce de la noche, cuando escuchó a su hermano Toto abrir la puerta con la llave. Hoy había llegado más tarde de lo usual.
Sin encender la luz, Toto fue sorprendido por Hiena metiendo un bolso negro y amarillo debajo de su cama.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó.
—¿Qué voy a tener? Las cosas del trabajo —hizo una pausa—. ¿Qué haces despierta tan tarde? —se extrañó Toto—. Siempre que llego ya estás roncando.
—Yo no ronco, nene…
—Pff, no te escuchas por eso mismo, porque estas roncando —se burló—. Me voy a bañar y a comer algo.
—¿No era que había ducha en la metalúrgica?
—Sí, pero hoy salí muy tarde. No tenía ganas de quedarme más tiempo —respondió Toto.
—¡Silencio! —se escuchó del cuarto de sus padres, para ser exactos fue Orisma.
—Si te bañas vas a hacer mucho ruido y mamá se va a enojar —le advirtió Hiena.
—Que le voy a hacer…
Efectivamente Hiena tenía razón, la lluvia de la ducha era muy ruidosa a esas altas horas, cuando no había ningún otro sonido ambiental. Por eso, el baño fue breve y Toto ya se encontraba comiendo algunas sobras cinco minutos después en la penumbra de la cocina, como un espectro errante capaz de ver en la negrura de la serena noche, con su melena anaranjada aun empapado y goteando por las puntas de su cabello hasta que luego de recorrer su cuerpo mojaban el cemento del suelo. Observó las uñas de sus manos y río, con un brillo de alivio en sus ojos inusuales de un color rojo, por el cual tuvo tantos problemas de niño, hasta que todos en el barrio aceptaron que no tenía nada que ver con la ausencia de su alma o una enfermedad maléfica.