El trayecto más oscuro

Capítulo 8

Toda la familia Génesis se había olvidado completamente del asunto del pretendiente de Hiena, hasta que el mismísimo señor Vispertano Marecena apareció bien temprano e ingresó a la vivienda sin pedir permiso, puesto que la puerta se mantenía abierta durante la mayor parte del día.

—Mis más sinceras disculpas, ayer no pude presentarme como había anunciado. Surgió un asunto que requirió toda mi atención —se excusó Marecena, sin que nadie se lo pidiera o insinuara algo parecido.

Leonora y su nieta se encontraban desayunando unas tostadas con mermelada de arándanos y un té de un saco nuevo, mientras charlaban sobre el pasado y la posibilidad de enseñarle a Hiena a tejer. Ambas quedaron perplejas, pero más Hiena, porque la había agarrado desprevenida como nunca antes. Entonces, con el padre y el hermano durmiendo, y con la madre que quince minutos atrás se había ido a su trabajo, Hiena quedó cara a cara con el señor Vispertano. Lo único que hizo la abuela fue saludarle con un “Buen día” matutino. Y antes de que pensara en levantarse, Hiena se levantó de su silla con el vestido blanco y simplista que usaba para dormir a modo de pijama. Se acercó al hombre de traje que la miraba con un gesto de ternura y dijo:

—Señor Marecena, no me quiero casar con usted.

Marecena la contemplo de arriba abajo en un segundo. Se dio cuenta en el acto el nerviosismo que emanaba la joven y sin ningún tipo de respeto, se inclinó hasta llegar a la altura del rostro de Hiena y le propinó un beso en sus labios vírgenes.

Las cejas pobladas y prolijas de Hiena acompañaron a sus ojos hacia arriba, formando un arco de asombro.

—¿Qué hace? ¡Mi nietita dijo que no! —Leonora dio un salto.

—No pude contenerme… —se excusó una vez más.

Y cuando el señor Vispertano le quitó la vista a Hiena para dirigirse a la abuela, sintió el mismo golpe sin igual que el niño Valor experimentó y, al igual que él, quedó con sus posaderas en el piso, con la misma cara de tonto y todo.

—¡Le dije que no! —gritó Hiena, con los puños apretados de cólera y limpiándose la boca con su antebrazo—. ¡Viejo degenerado!

Su pretendiente ardía de rabia. No podía creer lo que acababa de suceder. Tanteó con su lengua su encía y degustó el metálico sabor de su sangre azul venida a menos. Cuando se reincorporó no hubo fuerza que pudiera zafarse de su agarre. La tomó de la muñeca y decidió sin consultas:

—¡Te vas a casar conmigo y me vas a dar unos hijos preciosos, dignos de envidia! ¡Ven para aquí!

La zarandeó con violencia.

—¡Suélteme! ¡Me está lastimando! —lloriqueaba Hiena.

—¡Déjela! ¡Déjela! ¡Monstruo! —increpó Leonora, tratando de separar a su nieta del agresor—. ¡Toto! ¡Toto! ¡Ayuda!

El señor Marecena estaba a punto de sacarla de la casa, pero Hiena se aferró al marco de la puerta como un felino con sus cuatro extremidades, cuando de repente su hermano apareció lanzándose como si fuera un jugador de rugby hacia Vispertano, dejándolo planchado en la calle.

—¡Qué le hace a mi hermana, malparido! ¡Lo voy a matar si la toca de nuevo! —tronó Toto, poseído por una furia imparable.

Al ver sus ojos rojos, le pareció inhumano. El hombre tembló de cabo a rabo y salió disparado hacia su vehículo. El chófer había descendido del vehículo para asistirlo, pero Marecena le indicó que subiera y condujera para salir de ahí lo más rápido posible.

Semejante auto había llamado la atención de varios vecinos, pero el señor Marecena fue tan veloz en su cobarde retirada, que no quedó ni el polvo de su vertiginoso escape. Fue como si nunca hubiera estado ahí, nadie a excepción de los Génesis sabían quién era, y así fue, porque era un recuerdo que nadie quería tener en su memoria, y tampoco darle la suficiente importancia a un “zángano”, como dijo la abuela ya la familia reunida.

Ese día la “asustada” Hiena no fue a trabajar, pero realmente para la joven no fue tan traumático como todos creían en la casa, para ella fue más bien una especie de victoria, y estaba más que preparada para volver a enfrentar a los mocosos que le habían robado el día de ayer. Es más, tenía muchas ganas de ir a darles una lección si es que la volvían a increpar. Claro que el héroe final fue Toto, pero Hiena se aplaudía ella misma el tiempo en que pude defenderse sola. Después de todo no era tonta, y que la fuerza que ella pudiera tener no se comparaba a la de un hombre, y menos la de un hombre adulto. Por otra parte, Toto, sí que se había asustado, luego de que la adrenalina se le fuera del cuerpo, sintió flaquear sus piernas delgadas como una ramita en un pavoroso invierno, y la mirada se le apagó y dejó de tener su brillo centelleante y radiante de una energía joven.

Para eso de la una de la tarde, Orisma había llegado del trabajo de la casa de viejo Garrleno.

—¡Qué hiciste qué! —estalló, con una potencia que podrían hacer sentir pánico al mayor de los valerosos—. ¿Ustedes están locos? ¿Saben quién era ese señor?

—Nadie sabe quién es, ma… —respondió Toto—. Lo único que sabemos es que tiene dinero y que por eso le querían enchufar a la palmera que tengo por hermana.

Toto estaba sonriente, pero pronto su sonrisa se invirtió al ver el semblante asesino de su madre.

—Se salieron con la suya sin pensar en que ese grandísimo bastardo adinerado tiene contactos, tiene poder y, ¿imagínense que toma venganza? Por ejemplo.

—¿No me digas que sería capaz de hacer algo así? —dijo Toto, tratando de auto convencerse—. No creo… Tampoco fue tan, tan grave como para que pierda tiempo con nosotros… ¿No?

—Se lo merecía —Hiena abrió la boca por primera vez en toda la discusión.   

Leonora estaba sentada a un lado, un poco más apartada de la discusión familiar, tejía un polar horrendo color café, con patrones desiguales y mal hechos. Siempre con la oreja bien parada, y en cuanto su nietita necesite ayuda, estaba dispuesta a saltar en su defensa. No obstante, la cosa terminó ahí. Y no se habló más del tema. Nadie podía creerlo realmente, sabían lo empecinada que Orisma estaba con el asunto de casar a Hiena, por eso, que lo dejara luego de un par de palabras cruzadas fue sorprendente como a su vez desconcertante y aterrador. No solo eso, escuchar la palabra venganza puso a Toto aún más triste y pálido. Antes de irse al trabajo, lucía una cara de muerto, con unos labios cadavéricos y unas esferas apagadas que miraban en línea recta hasta salir de su casa, ahí fue cuando el espectáculo de sus ojos parecía un circo. Miraba de aquí para allá, de un sitio al otro, de arriba y abajo y al revés, cada esquina y detrás de los árboles, perseguido como quien perro no tiene.




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