Con los ojos pegados en la almohada, con sus mentes ocupadas en sueños de lo más retorcidos, lindos, olvidadizos, la familia Génesis descansaba aun en los primeros rayos de sol. Todos a excepción de Celesios. Hacía tiempo que no se despertaba antes que el resto, por más que lo único que hiciera fuera oír y quejarse, y no gastara fuerzas para casi nada. Ni el más potente de los sonidos podía con su pesado sueño, solo le bastaba uno en particular. Uno que lo enviaba lejos, lejos en el pasado. Empezó como un musitado zumbido, un ronroneo ahogado de un viejo auto, y luego, pasó bruscamente a uno terrorífico. No existía corazón preparado para no temerle, no había experiencia previa o acostumbramiento para él, porque cuando la sirena aullaba, se sabía con certeza, que alguien podría morir. Una ruleta egoísta.
Acompañando a la sirena, finalmente otro sonido se hacía presente, una explosión lejana que tranquilizó a la familia entera. No recordaban cuando fue la última vez que tuvieron que presenciarla, ni que tan cerca ocurrió. Fue un recordatorio para que no se olviden, ni ellos ni ninguna otra familia en toda la República de Quirédano.
Ya nadie pegó un ojo esa tempranísima fría mañana de invierno. Donde la nieve caía pesada sobre todo sitio a color, para que todo quede blanco como la leche recién ordeñada. No siempre nevaba en los inviernos de Quirédano, pero de esto nadie se quejaba. El país se volvía una pintura inusual y hermosa, como la niñez más feliz.
La familia se levantó sin comentarios al respecto de la sirena, y desempolvaron sus abrigos más calentitos del viejo armario en la pieza de Leonora. Ella no tenía problema en guardar la ropa de invierno en su habitación, no era una mujer de ropa variada en absoluto, así que le sobraba más que espacio.
Esa mañana nevada la celebraron a lo grande, con una deliciosa taza de chocolate caliente, humeante y renovador, una cantidad de calorías que eran más que agradecidas. Cada uno con su taza, incluso el padre de la familia, quien no era muy fanático de la bebida. Esta vez se animó.
Mientras que Toto, Orisma y Leonora compartían un tiempo con Celesios en su cuarto, Hiena se quemó la lengua de un largo sorbo de chocolate y se fue a su pieza en busca de una bufanda de lana. Buscó en sus cajones desordenados de medias y bombachas. Buscó y rebuscó, pero no hallaba su prenda cocida a mano por su cariñosa abuela. Y asegurándose de que su familia aún seguía en la habitación contigua, se puso a revolver con el mayor cuidado posible, los cajones del armario de Toto. Abrió un cajón con calzoncillos y nada, abrió el de arriba y por fin la encontró. Al momento de sacar la bufanda, escucho rodar un objeto por el piso del cajón de madera. Extrañada, hizo un silencio de pausa para percibir si es que venía alguien, y metió la mano hasta el fondo. A tientas pudo sentir algo de lo que al tacto parecía una especie de plástico liso y pequeño. Retiró su mano y arqueó las cejas de la sorpresa. Era un lápiz labial, con un elegante color cobrizo que protegía la cera roja. Hiena introdujo su mano de nuevo y esta vez extrajo un delineador largo y negro. Dio unos pasos atrás y se cercioró que el cuarto en el que se encontraba era el correcto. Se quedó sentada en la cama con los cosméticos en las manos, olvidándose por completo de ser atrapada. ¿Serán de mamá? ¿De la abuela?, se preguntaba para sus adentros, en un estado de negación absoluto. Pero la madre no era capaz de gastar en cosas de ese estilo en la situación precaria en la que vivían, y que sean de la abuela era sencillamente imposible, pensó. Contempló ambos objetos un instante y guardó uno de nuevo en su lugar, y cuando estaba a punto de dejar el otro debajo de su almohada, una voz a sus espaldas la sobresaltó.
—¿Qué haces?
—¿¡Toto!? N-nada, ya les dije, vine a buscar la bufanda nada más. Tenía frío en el cuello… —dijo Hiena nerviosa.
—Ah… si, me imagino, no creo que te pongas la bufanda en otro lado —se burló Toto, levantado una ceja—. Dice mamá si quieres que te prepare otra chocolatada.
—N-no, no, así estoy bien… gracias.
Cuando Toto iba a salir por la puerta, se pegó media vuelta y la miró a los ojos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Toto, aún con la ceja levantada y ladeando ligeramente la cabeza de largos cabellos anaranjados.
—Sí, ¿por?
—No, por nada, estás media rara, más de lo usual. Cualquier cosa tienes tiempo hasta que lave la jarra, después, fuiste.
Y por fin Toto se había marchado rumbo a la cocina, a la vez que Hiena largaba un suspiro liberador, relajando los hombros tensos y apretados que cargó en toda la conversación.
Hiena se quedó en la habitación con la cola en la almohada, pensando en que si lo que había encontrado en verdad podrían ser de su hermano Toto, y también en lo sigiloso que podía llegar a ser, que no fue capaz de oír un solo crujido en la pequeña y sonora casa. Se enredó el cuello con la prenda amarilla y se ocultó en su calorcito, apenada.
—¡Qué hago ahora! —exclamó la joven Hiena, tirándose boca arriba en la cama y tapándose los ojos con ambas palmas. Y se percató, de que ya casi no cabía en su vieja cama.
—¡Piensa en cómo vas a ir a vender con el carrito en un día como este! —se escuchó desde la cocina, seguido de un risa jocosa y marcada.