La tarde de ese día pasó sin pena ni gloria. Hiena se encontraba en su cama, hastiada como nunca. Demasiado frió para salir afuera, demasiada holgazana para mover los pies por la casa sin propósito. Siendo una casa tan diminuta, no había nada que hacer realmente. Sin su madre, y con su padre y la abuela durmiendo la siesta, la noche se cernía desde muy temprano, y para cuando levantó la cabeza para ver el cielo, se encontró con su hermano a punto de irse. Ya cargando su bolso, y con un buzo holgado que perfectamente cabían dos Totos.
—¡Me dormí! —gritó Hiena.
—Me di cuenta —sonrió su hermano—. Me voy a trabajar… Nos vemos mañana, hermana.
Se calzó la correa al hombro y salió con la despedida en la mano.
Hiena nunca fue una luz cuando apenas se despertaba, pero esta vez, tocar el objeto debajo de su almohada, le hizo conectar cada cable, atornillar cada tornillo, y sacudir la bruma que le adormecía el cerebro.
—Es muy tarde como para ir a trabajar, tenía que haber salido hace rato… —se dijo Hiena en un soliloquio.
Se puso los zapatos en un baile de tobillos, moviendo los pies hasta que entraron sin ayuda de sus manos, y se puso un suéter que tenía a mano, para así, salir a investigar a su hermano mayor.
No podía creer lo que estaba haciendo. Lo seguía cuidadosamente cuadra a cuadra, perseguida por la luz amarrilla de los faroles nocturnos, hasta llegar a la estación del ferrocarril. El cartel enorme sostenido por dos patas metálicas decía: Estación Labarda. Un nombre que cambiaba de significado según a quien le preguntes. Si era a la abuela, diría que es una deformación de “la verdad”, pero si hace tiempo le preguntabas a Oasis, decía que provenía de la palabra “alabarda”, con la cual decapitaron al primer criminal del pueblo, y que el mismísimo fundador se ensució las manos por su gente. O que, sin más, el fundador se llamaba de esa manera.
Hiena vio como Toto se dirigía a la boletería, ocupada por dos hombres que extendían sus manos, una para recoger los billetes, y la otra para entregar un papel llamativo. Y en ambos casos, dos largas filas de entre diez y nueve personas aguardaban su boleto.
¿¡Qué hace tomado en tren!?, pensaba Hiena sorprendida. Y sin poder evitarlo, la incentivó a seguirlo y averiguar cueste lo que cueste que se traía entre manos. La verdadera pregunta era como iba a hacer para conseguir un boleto. Tanteo cada una de sus prendas en busca de dinero, pero no tuvo éxito.
Ya casi era el turno de Toto para comprar el boleto, cuando se percató de lo cerca que se encontraba. Antes de ser descubierta, se escondió detrás de un hombre con un saco gris y voluminoso cuerpo. Llevaba consigo una maleta desprolija, un maletín y un sombrero horrendo color azul petróleo, una combinación ridícula que Hiena era incapaz de comprender quién le había dicho que le quedaba bien.
Toto pasó de largo a la orilla del andén. En cambio, el hombre se dio la vuelta levantando el brazo, como quién ve pasar un ratón por sus pies.
—¿Te puedo ayudar en algo? —dijo, con sorpresiva y nerviosa expresión—. ¿Tus papis te perdieron?
Hiena levantó la cabeza y lo miró como a una montaña imponente. Negó con la cabeza.
—Quiero viajar en ese tren —respondió Hiena, señalando con su dedo índice hacia las vías.
—Y eso, ¿por qué? —se extrañó el abultado hombre—. Los boletos son muy caros para una niña como tu…
—Eso lo sé, pero tengo que subirme en el próximo.
En cuanto Hiena terminó su última palabra, una persona se acercó, luciendo una campera con varios bolsillos, pantalones ajustados y negros, y unos borcegos tostados, además, un gorro marrón oscuro con orejeras.
—¿Es su hija? —quiso saber.
El sujeto de campera la miró a Hiena y luego al ancho hombre, y el hombre ancho intercaló su mirada con el sujeto y con los ojos suplicantes de Hiena. Una y otra vez, hasta que, cuando el sujeto de la campera estaba por abrir la boca para quien sabe que, el hombre de sombrero azul, le colocó la mano en el hombre a la joven, y dijo muy seguro de la verdad:
—Sí, por supuesto, ¿no ve nuestro parecido? —hizo una media mueca.
Y otra vez se intercambiaron miradas.
—¿Tienen boletos?
—Sí, claro… —hizo como que buscaba por su saco y concluyó—. ¿Dónde está el de mi hija? Lo tenía por acá… Bueno, ¿pero no era que los más chicos no pagaban el viaje?
—No, señor. Tiene que sacar otro o la niña no va a poder ir.
—Ah, bueno, está bien, ahí compro otro. Gracias.
—Apúrese que ya está por llegar el transporte.
—Sí, claro, claro, enseguida.
Perseguido por la mirada del hombre de campera y borcegos, se dirigió forzando una sonrisa hacia la boletería. Compró el dichoso boleto y se lo entregó a Hiena, fue ahí cuando la mirada acechadora se marchó hacia una pareja de adultos.
—Muchas gracias, señor… —dijo Hiena.
—Calderón, señor Calderón —se presentó, orgulloso de su apellido, claramente apreciable—. ¿Alguna vez te subiste en uno de estos monstruos de la tecnología? ¿Viste uno de cerca? —cambió de tema, a lo que Hiena negó una vez más con la cabeza, sacudiendo el pelo como un trapeador húmedo—. Son maravillosos, un avance de primera calidad. Nadie se hubiera imaginado algo como esto hace mil años atrás. Me inspiró como inventor, ¿sabes? Ahora mismo, acá dentro —levantó su maletín—, se encuentra mi nuevo artilugio que va a cambiar la vida como la conocemos. Mañana la tengo que presentar, por eso hoy viajo, me quedo una noche en algún hotel y parto a mi nueva vida de riqueza.
Calderón largó una risa soberbia.
Hiena no captó del todo la idea. Sin embargo, le provocó una furiosa curiosidad.
—¿¡Qué es!? —preguntó entusiasmada.
—Ah… ¿quieres saber? —se hizo el interesante. Acarició su prominente panza con su mano hábil e hizo una pausa misteriosa—. Cuando subamos al tren, niña.