Toto caminaba por una de las calles de Mellagora, con la nariz y los pómulos enrojecidos por el clima. La nieve caía serena, cubriendo el pavimento cuadriculado en una suave capa de blanco terciopelo.
Nunca pudo evitar fascinarse por las casas tan características de la ciudad, con las pestañas apuntando hacia las estrellas. Sus techos en punta, sus calles cuidadas; la arquitectura era fascinante en Mellagora. Una ciudad digna de la gente residente.
—¡Uf! Qué frío… —bufó.
En la angosta calle, un vehículo le pasó por al lado. Luego, cruzó un corto puente por encima del canal congelado y transparente, dejando un rastro de llantas en el colchón de nubes.
—Me voy a enfermar —suspiró.
Llevaba consigo una media sonrisa calle tras calle. Y a pesar del frío, ello no disminuyó el movimiento de la gente. Los abrigos contra la nieve hacían su trabajo a la perfección, pero Toto no poseía tal privilegio. Tenía las manos heladas y pálidas, más que de costumbre. Y su ropa no le favorecía en absoluto.
Tratando de ocultar sus acciones, Toto escondió su bolso detrás de un arbusto frente a una de las tantas casas. Un arbusto colmado de nieve que lo ocultaría sin problemas, bueno, sin contar que casi seguro se humedecería. Una vez cerciorado la eficacia del escondite, Toto agitó sus manos dejándolas colgar de sus muñecas, se las llevó a la boca, y en forma de cuchara sopló con un cálido: ah… Dejando caer sus hombros y enderezándose nuevamente, se desperezó.
—Cuantas ganas de taparme con una sábana calentita —dijo, frotándose los brazos en un abrazo propio.
Desde su derecha, alguien habló:
—Eso se puede arreglar… Sube —le indicaron.
La puerta de un auto negro y con ojos saltones y brillantes se abrió quedamente.
Antes de que pudiera rodear el vehículo para subirse, su apodo resonó quiméricamente envolviéndole los oídos, conjunto con una patada al pecho. Toto giró su afilado mentón, sus tenebrosos ojos rojos, su melena peinada en bucles; naranja como el resplandor vigoroso de un solsticio.
El vaho se le escapó del alma.
—¡Hiena! —exclamó, con los ojos empapados en un capa cristalina y centelleante—. No… no…
¿Qué hace aquí? ¿No puede ser? ¡No tiene sentido!, las preguntas azotaron su cabeza.
—¿Qué es lo que te ocurre? —dijo el hombre dentro del auto—. ¿Vas a subir o no? —le apuró, con mala cara.
Toto dirigió su mirada a aquel hombre, luego a Hiena y por ultimo al hombre de nuevo.
—Lo siento tanto, tengo algo que arreglar, podría esperarme un minuto… Se lo pido… Por favor.
La puerta del auto se cerró, y las llantas de caucho avanzaron cincuenta metros hacia delante, esperando.
Ambos hermanos caminaron el uno al otro, con pasos lentos y temerosos. Y aunque era evidente, ambos esperaban que al llegar al frente del otro, se encontrasen con un desconocido y que todo resultara en una extraña confusión. Con cada paso esa posibilidad se alejaba para nunca volver. Cada poro era reconocido por el otro, cada cabello, cada respiración de una vida viviendo en el mismo hogar. Así, el frío se trepaba por sus columnas vertebrales y llegó hasta sus congelados rostros. Las piernas, los brazos, los labios, los ojos temblaban, hasta que, en un punto, un punto en que no podían avanzar más con las piernas el uno hacia el otro, sus músculos se detuvieron.
En vista de que su hermano parecía tener una bóveda por boca, Hiena despegó sus labios con el doble de esfuerzo debido a la humedad que le helaba la suave y delicada piel de estos.
No dijo nada. No pudo.
Metió la mano en su abrigo, con los ojos rojos expectantes y desconcertados (a la misma altura que los marrones), y sacó un lápiz labial. Se lo arrimó frente a su vestido negro y dijo:
—C-creo que es tuyo.
Los ojos revolotearon por doquier.
Toto lo aceptó nerviosamente. Quitándole la tapa lo giró hasta que la cera roja se dejó ver casi por completo, y cuando lo apoyó en sus labios pálidos, apretó con fuerza sus ojos cerrados y los abrió de súbito.
—Mírame —dijo Toto, casi como si fuera una orden.
La pequeña llama se propagó.
Su mirada determinada suscitaba una tranquilidad en el pudor de Hiena.
—Acéptame, hermana.
El color rojo dibujo unos labios que le proporcionaban vida; acompañaban a unas largas pestañas y a un par de aros de perlas centelleantes.
Su galera pequeña y negra, su vestido acampanado, sus mangas anchas y unos zapatos en punta. Era demasiado chocante como para poder pronunciar siquiera una letra.
La bocina del auto llamó dos veces.
—¿¡Y bien!? —se oyó desde el auto.
Al no ver respuesta, Toto se dio la media vuelta y se alejó de ella. Tenía los puños apretados de tristeza, y la cara sufrida, con las llamas en la miseria y un dolor que le presionaba el torso entero. Al colocarse en el asiento del copiloto, la mano del hombre cayó suavemente en su pierna. Toto no podía levantar la vista, los bucles le cubrían el semblante.
—¿Ocurre algo? ¿Te encuentras bien? —quiso saber el hombre.
Y antes de que el hombre encendiera el motor, Hiena gritó con todas sus fuerzas:
—¡Te quiero! ¡Hermano!
Las palabras se prolongaron enérgicamente.
Una risita llenó el pequeño espacio dentro del auto.
—Sí, estoy más que bien…
Toto levantó la mirada con una espléndida hilera de dientes blancos. Dejó reposar su tensa espalda en el respaldo de cuero negro y contempló el caer de los hermosos prismas, uno a uno sobre la ventana frontal. Y los limpia parabrisas iban de acá para allá, despejando la visión, dejando el cristal muy, muy claro.