Tiritando, Hiena esperó hasta las diez y cuarto el regreso de su hermano. Sentada, en un rincón que la protegía del viento, junto a la boletaría. Permanecía escondida del guardia merodeador que caminaba con pasos cansados de punta a punta de la estación ferroviaria.
En el momento de oír a un hombre que salía de la boletaría y anunciar que el próximo tren sería el último dio un respingo, pero en el instante en que divisó a su hermano, con la ropa maltratada y desaliñada de la metalúrgica, ya con el pelo habitual y la cara limpia, pegó un salto alegre que le hizo correr a su encuentro.
Los ojos de Toto salieron de sus cuencas del susto.
—¡¿Viniste sin poder volver?! —gritó Toto enfadado—. ¡Estas locas! ¡Mira si te pasa algo!
Regañada, Hiena bajó la cabeza. Aceptaba, aunque muy de mala gana, que su hermano mayor tenía toda la razón y más.
—¿Me compras un boleto? —sonrió Hiena, con unos ojitos de cachorro.
—Dios… Pero es obvio que te tengo que comprar uno —dijo Toto, apretándose las cejas con el índice y el pulgar de una misma mano—. No te puedo dejar sola, tonta.
Sacó el vestido negro del bolso y la abrigó por encima de su ropa.
Una vez más los corazones se emocionaron, los oídos escucharon el traqueteo, y las narices olieron cierto olor a tierra elevada del suelo por la velocidad del tren.
Silencio.
—¿No vas a decir nada? De todo esto, digo —comentó Toto, por lo bajo.
Por la ventana solo se conseguía observar una oscuridad envolvente y un ligero asomo de ramas café claro. Y a la cabeza, se le vino un recuerdo de más chico. Uno en el que sus compañeros de clase lo apedrearon a la salida de la escuela. Fue el primer y último día en esa escuela. Al comienzo creyó que era por los ojos rojos, luego por el pelo, pero finalmente se lo atribuyó a que, de una extraña manera, la vida se estaba cobrando algo. Quizá no de esta vida, pero en verdad sentía que no podían caber tantas malas casualidades en un mismo cuerpo. El tiempo le enseño un punto de vista que el mismísimo tiempo le demostró lo contrario. Y viajando en el tren con su hermana, lo cambió todo.
—¿Qué tengo que decir? —Hiena se hizo la tonta.
—Gracias, en serio.
—¿Por qué?
Toto revoloteó los ojos.
—Ya entendí, ya entendí —gruñó Toto, cruzándose de brazos.
—¿Qué cosa?
Ambos se miraron, una con cara de fingida inocencia y el otro con ofuscado ceño. Posteriormente, se dedicaron una mirada cómplice expresada en un par de sonrisas cariñosas.