A eso de las once y media, Toto y Hiena llegaron a casa. Abrieron la puerta silenciosamente. La luz seguía encendida, algo anormal, y la madre, Orisma, permanecía sentada en una de las sillas arrimada a la mesa de la cocina. Apenas entraron la vieron, enmudecida, solitaria, tenebrosa. No volteaba a verles.
—¿Hola? —Toto se hizo notar.
Orisma no mostró señales de vida.
Los ojos de Hiena iban y venían.
—¿Qué pasa? —preguntó confundida—. Mami… ¿estás dormida?
Sin mediar palabra, Orisma se puso de pie y caminó hacia su hijo mayor. Se podía ver un pequeño papel apretado en su mano arrugada. Cuando lo desdobló y lo enseñó, el papel rugoso tenía escrito una cantidad de números. “¿Qué significa?”, pensó Toto, y rápidamente recordó.
—E-es el número de la metalúrgica —afirmó.
—Sí. —Lo hizo un bollo con ambas manos, con el entrecejo fruncido y pasándolo de palma a palma—. Y llamé con el teléfono del vecino. Busqué a Hiena por todos lados, y cuando se me acabaron las ideas antes de llamar a la policía, me encontré con el número, y a lo mejor, aunque raro, podía estar ahí, en el trabajo contigo. ¿Y quieres saber lo que me dijo la persona que me atendió? Que en ese lugar no trabajaba ninguna persona llamada Tobeo. Le pedí por favor que revisara bien. Después de un rato con el tubo en espera, con los ojos del vecino que se le salían para afuera por lo extensa de la llamada, me dice que yo tenía razón, que un chico llamado Tobeo Tobio trabajó hace un tiempo, pero renunció por motivos que no detalló en la carta de renuncia. Ahora, dime, ¿a dónde fuiste con tu hermana? —Toto quedó petrificado. Las palabras se le fueron de la mente—. Enséñame lo que hay en el interior de ese bolso.
Toto se aferró con uñas y dientes, llevándoselo hacia el pecho. Y su madre repitió la orden severamente.
Los ojos de su hermana veían esto aterrada. Con tantas preguntas encima que le era imposible reaccionar para un lado o para el otro.
Luego de un enérgico forcejeo, el cierre del bolso se abrió a la fuerza de un tirón. Cada prenda, cada cosmético y objeto embellecedor y adornador quedó a la vista.
—¡Yo-yo t-t-te puedo explicar! —vaciló.
—¡Qué hiciste con tu hermana! —estalló Orisma, con el revés de la mano encendido fuego, casi listo para abofetear.
—¡Te estás equivocando! ¡Hiena no tiene nada que ver con esto! —se defendió a los gritos.
Hiena ya no podía soportarlo más, y dijo lo primero que se le cruzó por la cabeza.
—¡Eso es de Toto! Yo lo seguí y… —se quedó sin palabras.
Toto tragó saliva.
Se escuchó un estallido y la mejilla de Toto se puso como el horno encendido de un herrero, con los cincos dedos marcados en ella; moldes incandescentes preparados para fabricar espadas.
—¿Por qué? —se oyó sordamente desde los labios de Toto.
—¿Tienes el descaro de preguntar, malnacido? Vete de esta casa… ¡Lárgate de esta casa!
Nada se oía desde ese instante. Toto intentó ponerse rumbo a su cuarto, pero su madre interfirió en su trayecto. Luego, recogió el contenido del bolso desparramado por el suelo y salió de la casa. Con un manso cierre de puerta, Toto se quedó bajo la fría noche de un cielo de pobres estrellas. Sin embargo, la más brillante de todas ellas: Lustante, centelleaba como una araña venenosa, blanca y enérgica.
Desde dentro de la casa, pudo escuchar a Hiena salir en búsqueda de su abuela, pero Leonora secundó a su nuera, con un fulminante: “En esta familia no hay maricones”.
Toto sintió como sus piernas tambalearon hasta que sus rodillas tocaron la nieve. De cierta manera lo esperaba de su padre, del cual siempre creyó que era un tipo de persona antigua y con valores marcados y forjado por el odio y por la ignorancia, no obstante, jamás llegó a imaginar que su madre, e incluso su abuela podían llegar a pensar de esa manera. Solo le quedaba su hermana.
Luego, un llanto. Otra vez era Hiena.
Las horas pasaron y la nieve se asentaba en la figura de Toto. La luz se apagó. Nadie podría afirmar a qué hora ocurrió cuando el exiliado habló a través de la ventana del cuarto del padre.
—Dime, padre. ¿Qué te provocó esa noticia? —preguntó Toto, con una voz calma y desamparada.
Del otro lado, a unos cuantos centímetros, tras un rechinar de la cama, respondió Celesios:
—Asco, náuseas, te odio y te aborrezco. Manchas el apellido de esta familia y el nombre que te dimos. No quiero saber más nada de un maricón como tú. No regreses y que no se te ocurra acercarte a Hiena, porque si te veo, voy a hacer todo lo posible para dispararte en la cara, aunque tenga que arrastrarme. Así nadie reconocerá tu cara y podrá aseverar que alguna vez fuiste de esta familia.
—A tu propio hijo… Perdón. —El padre bufó—. El perdón me lo decía a mí mismo, pero no los odio y no les voy a guardar rencor y a maldecir. Voy a ir a la guerra a voluntad, y cuando ponga mi nombre en alto, van a darse cuenta que se perdieron en el odio arrastrado, el cual no les deja pensar por ustedes mismos.
—Muérete.
—En caso de que no lo entiendan… Hiena va a llorar.
—¡Suicídate! ¡Hijo del demonio!
Seguidamente, la pared exterior de la casa provocó un continuo ruido, como el de un artesano haciendo una escultura de madera. Raspando, frenando y regresando a raspar. Durante unos cuantos minutos, se podía sentir el sonido del material tallado por algún objeto filoso. Y con el último resquebraje, el sonido cesó. Ni Celesios ni Orisma salieron a quejarse, prefirieron ignorar.
Para el otro día, bien temprano en la mañana, Hiena salió de la casa, con la esperanza de ver a su hermano mayor. Fue hasta la esquina y nada. Preguntó en algunos locales y nada. Con la mente en blanco, indecisa sobre que pensar, observó con asombro la madera de la casa que decía: “¿Cuál es la diferencia?”.
Hiena no comprendió lo que su hermano trataba de trasmitirle.