El tiempo pasó con una facilidad, que, de no ser por tener la cuenta de los días, las semanas y los meses, uno no creería que transcurrió.
Los trabajos llegaban y se iban igual de fácil. Las temporadas de venta oscilaban entre estaciones. Pero lo que nunca cambió fue la insistencia de Hiena. Se lamentó tanto el momento en que su hermano partió un año antes de lo previsto, a los diecisiete años y no a los dieciocho como, según la norma, debería haber sido.
Desde aquel entonces, Hiena entrenó su cuerpo. Sin embargo, ahora se enfrentaba a una discriminación inaudita. Una que jamás llegó a pensar.
La pobre Hiena levantó la vista desde el suelo, escupiendo sangre y sobándose la mejilla de dolor.
—¿Es suficiente por hoy? —preguntó soberbiamente el sargento instructor de las fuerzas militares de Quirédano. Un hombre recto y adusto.
—Aún no… —Tambaleándose se puso de pie. Levantó los puños en guardia, vendados por unas sucias telas blancas. Vestía una camisa de tirantes, una bermuda abotonada castaño claro, y unas medias claramente visibles que salían desde sus zapatos marrones oscuros. El cabello se lo había dejado un poco más largo, lo suficiente como para que le cubriera los ojos, pero no como para que pasara su mentón. Unos ojos que en ese preciso instante ardían vivaces—. ¿Se está divirtiendo mucho? —se dirigió hacia su contrincante.
El sargento instructor interfirió. Se encontraba por delante de sus muchachos a cargo, todos ellos en la misma situación que Toto vivió. Jóvenes obligados a instruirse dos años para ir hacia el combate real.
—¡Artolo! Enséñele a esta niñata que la guerra solo es para los hombres. ¡Rápido! —ordenó—. ¡La verdadera fuerza de los Defensores!
Tras un intercambio de golpes, Hiena quedó boca arriba en el asfalto, respirando afanosamente.
El muchacho Artolo, llamado Defensor al igual que todos los adolescentes obligados a formarse militarmente, se dio la vuelta con la idea en mente de terminar el enfrentamiento, pero Hiena se incorporó una vez más. Corrió hacia él y le propinó un golpe demoledor. Indefendible debido a la rapidez y a lo largo de sus brazos. Los demás Defensores quedaron boquiabiertos con la tenacidad de Hiena.
—Aun… no… me rindo —exhaló, sosteniéndose a duras penas sobre sus piernas—. Sargento Benavídez. —Artolo retrocedió unos pasos—. Dígame, ¿por qué… razón? ¿Por qué razón no me ha encarcelado todavía? Podría hacerlo sin problemas, pero… me ha permitido venir cada mes a probarme contra sus muchachos. Acaso… ¿Me está dando una oportunidad? —inquirió, con la idea de ganar algo de tiempo, tratando de controlar su respiración mientras doblaba las piernas hacia dentro para sostenerse.
—Se lo dije el día en que nos conocimos, niñata. Si es capaz de demostrarme que me equivoco, la dejare formar parte del ejercito de la República de Quirédano. Por otra parte, es divertido ver como poco a poco se percata de que yo tengo razón: la guerra es para los hombres, no para las niñas. Veo que ha entrenado sus músculos —observó Benavídez. Luego tocó su cien repetidas veces con su índice—, sin embargo, no pondría la seguridad de mis hombres bajo ese cerebro. Aún le quedan tres meses y medio para cambiar mi parecer, no pierda oportunidad.
—No… aún no.
—¡Mírese! ¡Es un esperpento! —gritó. Cerró sus ojos un instante y prosiguió más apaciguadamente—: Vaya a descansar. La veré… en una semana. Es divertido enseñarle una lección.
El camino a casa fue un suplicio. Medio renga, medio enfadada. Cargó con una desilusión pestilente que carcomía sus pensamientos. Lo único en que pensaba era en su hermano y sus posibilidades de formar parte del ejército. Ya no le quedaba demasiado tiempo, y las oportunidades se escapaban cada vez que caía al suelo. Hoy fue Artolo, pero el mes anterior fue Tomas, el ladronzuelo que una vez Hiena dio una lección, y el anterior Camil. Cada uno de ellos barrió el suelo con la joven. Y eso le preocupaba, porque le daba validez al sargento que tan despectivamente la llamaba niñata. ¿Soy débil por ser mujer?, se preguntó. Sin importar que tan alta fuera, incluso más que cualquiera de los veinte Defensores bajo el mando de Benavídez, siempre la que terminaba perdiendo era ella.
Llegó justo para la hora de la comida. La cena era uno de los pocos momentos del día en que debía enfrentar la mirada de su madre y abuela. Nada fue igual desde entonces.
—¿Te parecen horas de llegar? El resto de la semana cocinas tú —reprochó indignada—. Siéntate y come, te toca lavar los platos. ¿En qué andas que llegas tan tarde a casa?
Los ojos de Orisma se clavaron en Hiena, esperando una respuesta convincente, que, de lo contrario, criticaría vorazmente sin reparos.
—Trabajé toda la tarde. Lo que haga con mi tiempo libre es tema mío —respondió Hiena, sentándose en la mesa apestando a sudor y con una revolcada de tierra por todo el cuerpo.
—¿¡Qué es ese aspecto!? Levántate inmediatamente y ve a ducharte. —Hiena no contestó, por lo que insistió iracunda—. ¡Ahora!
—Te tardaste mucho en darte cuenta de cómo estoy —comentó Hiena por lo bajo.
Orisma y Leonora se miraron extrañadas.
Hiena se dirigió a la ducha, y con la ropa puesta bajo el agua, la tierra se fue deslizándose de su piel. Los golpes le dolían, en especial el de su labio inferior que había recibido un golpe muy fuerte. “Mañana me va a doler”, se dijo, llevándose una mano a la ceja que también tanteó su pómulo derecho, su brazo y su rodilla.
Así fue, cuando despertó, lo sufrió hasta los huesos. Grandes moretones aparecieron en varias partes de su cuerpo; violetas, verdes y amarillas. Por otra parte, su labio estaba hinchado a más no poder. Poner los pies en el suelo fue una odisea para la joven, que muy despacio se encaminó a la cocina para tomar un desayuno y disponerse a trabajar. Primero debía amasar las pizzas tal como su abuela le enseñó, luego, salir a vender hasta que no quede una. Se recorría toda la ciudad de ser necesario. Gracias a los ánimos que Hiena le ponía al trabajo, siempre le sobraba una buena cantidad de tiempo para entrenar. Y entrenaba en donde sea: en una plaza, un terreno baldío, al lado de un árbol para que la sombra la protegiera del sol, donde sea que pueda y sin importar lo que piensen los demás. Lo único que ella creía que le faltaba, era aprender a disparar. ¿Cómo haría eso sin un arma? Ni siquiera había sostenido una en sus manos. Varias veces creyó que de nada serviría entrar al ejército si no podía disparar a un objetivo. Claro que la fuerza física era útil, pero no iba a poder golpear a nadie una vez vestida con la ropa verde. Solo podía confiar ciegamente.