Fue hasta la base militar. Llamó a por el sargento instructor, como si ella fuera algún tipo de superior, y aguardó pacientemente. No la hicieron esperar por mucho tiempo. Al cabo de unos cuantos minutos que Hiena puso su mirada en el predio, divisó con seguridad en la luz de un sol adormecido de un mediodía que no aparentaba tanta calma, una brillante cabeza monda. No obstante, desde que lo alcanzó a ver con la vista, pareció que había tardado añares en llegar hasta la entrada.
A un lado, algunos soldados saludaron al paso del sargento, y en la puerta, incluso, los guardias saludaron cordialmente más que por obligación.
Hiena imitó el saludo con su mano en alto, y luego de que Benavídez asintiera con la cabeza, caminaron a través de una senda asfaltada. El establecimiento era enorme y un sitio con más naturaleza de lo que uno imaginaría: cada cierta área, los árboles cubrían un gran espacio, que de otro modo estaría vació.
—¿A dónde vamos? —preguntó Hiena— ¿A dónde vamos, señor? —rectificó.
—Paciencia —respondió el sargento con firmeza.
Pronto se vieron frente a una edificación imponente. Una bandera se alzaba frente a esta; caída y oscura por no recibir directamente los rayos solares. Apenas se distinguía, era la bandera de la República de Quirédano. Un poco más a la derecha, una asta sostenía otra bandera, de color blanco y algo raída.
La gran mayoría de palabras sobraban. Benavídez sabía, sin importar su tardanza, que la probabilidad de que Hiena regresara eran muy altas. Se colocó mirando hacia la bandera de la patria con los brazos en la espalda, y levantando ligeramente la cabeza. Contempló, inspirando hondo, la tela la cual representaba toda una vida de dedicación. Hiena siguió sus movimientos y observó la figura, en la que ahora, bailaba por el viento con resplandor propio. Al lado, seguía la otra bandera dormida, como si el viento no corriera por ese espacio en el aire.
Algunos militares salían por la puerta del edificio, sin prestarle atención al par que mantenían la cabeza hacia arriba.
—¿Tengo que pelear? —inquirió Hiena, en vista de que el sargento no tomaba acción alguna.
—¿Por qué viniste? —omitió la pregunta, sin dejar de mirar su preciada bandera—. ¿Pensaste en lo que te dije, niña?
—Mi nombre es Hiena… Génesis, señor —aseveró—. Todo lo que creía, era falso —continuó—. No sé qué es lo hace que necesite luchar por el país, pero es lo único que quiero hacer. Es lo que siento que debo hacer. —Bajó la cabeza y luego miró el perfil de Benavídez—. Sin esta oportunidad… no soy nada.
Pasaron unos segundos en silencio. Hiena, muriendo por dentro por la afirmación que se hacía rogar. Benavídez mostró una media sonrisa.
Finalmente, el sargento bajó el montón y miró a Hiena con fijeza. Clavó la mirada en los ojos de la joven de dieciocho años. Y la juzgó con sus ojos ajados y oscuros, como si intentara atravesar a su alma, como si tuviera la capacidad inhumana de ver la verdadera voluntad de un deseo impropio.
Hiena no pudo resistir su mirada. Rápidamente regresó a la bandera: en la parte inferior izquierda era color marrón claro, en su contraparte, amarilla, y en el centro acompañando a un fondo blanco, un caballo de suave pelaje gateado barcino se para en sus patas traseras, con una cabeza de dragón bordó que posee unos inyectados ojos rojos, escupiendo llamas naranjas desde sus fauces.
La otra blanca y maltrecha bandera seguía inamovible.
La bandera de la república cayó una vez más.
—Hiena… Me haré cargo del papeleo —Benavídez rompió el silencio.
—¿Disculpe? —entornó la mirada.
—Bienvenida a los Defensores de Quirédano —informó mientras realizaba el saludo marcial, al cual Hiena acató.
—¿Cuál es el motivo? ¿Por qué? —Hiena quiso saber con desespero.
—Su expresión, sus ojos, su porte me revelaron que ya se encuentra capacitada.
—Pero la pelea…
—Eso no importa. Usted misma lo dijo, no sirve de nada. En estos cuatro meses, aprenderá a quitar una vida jalando de un gatillo. Y sabrá, se dará cuenta, de lo fácil que es quitarle la vida a un ser humano. Ahora, ingrese detrás de mí. ¿Sabe hacer una firma?
—Sí.
—¿Cómo ha dicho?
Hiena se paró recta.
—¡Sí, señor!
Cuatro meses después, Hiena partió.