Dos balas de rifle se perdieron en el cielo azul. Dos disparos más prosiguieron intermitentemente mientras los nuevos Defensores marchaban y atravesaban la salida de la base militar. Soldados a pie, soldados sentados en cada uno de los asientos de los camiones y un jinete llevando la delantera. Los camiones poseían un camuflado verde y un toldo que cubría los cascos de estos. Con sus armas apoyadas en sus hombros, con las correas apretando sus mentones, con sus zapatos ajustados, con los oídos percibiendo al pueblo que iba llegando cada vez más y más a despedirlos. A un posible último adiós.
El clima árido del verano se sentía en la frente, cuello, axilas, pies… Se escurrían gotas de sudor por las cienes de los jóvenes, todos ellos hombres a excepción de Hiena. Ella caminaba a paso lento al igual que la camada de los nuevos en la que ella se había colado. Una obligación que tiene lugar en la idea de que puede que sea la última vez que pisen la tierra, por la cual cada uno de ellos da la vida. De esa manera, avanzaron por entre la ciudad de Labarda, más precisamente por donde siempre transitaban: la avenida Galarda. Pero no caminarían hasta salir de la provincia, eso sería una auténtica locura, solo hasta que las casas, la gente y sus abucheos se pierdan en el viento.
Hiena sentía una pesadez en sus pasos. Las voces de la muchedumbre se oían lejanas y ahogadas. Inmersa en sus pensamientos, mantenía la vista en el horizonte de un camino tortuoso, hasta que algo le llamó la atención. Al mirar con el rabillo del ojo, vio a una niña a su izquierda, de unos doce o catorce años, con el pelo recogido con una gomita. Se percató que llevaba un guardapolvo blanco. En ese instante, reparó en lo mucho que ella deseaba ir a la escuela; aprender cosas nuevas, hacer amigas… Y que todo eso, ya no podría ser. Sin embargo, no dudo en sonreírle, provocando una genuina alegría en el rostro de la niña, quien tironeaba el brazo de su madre para que ella también se diera cuenta de que le estaban haciendo una mueca sonriente.
Hiena estaba feliz. “Me pongo contenta por ti”, se dijo en voz baja. Pensando en que las cosas mejorarían, y que cargar con un arma en sus manos haría que todo mejore aún más, pero finalmente recordó lo que su madre había dicho hace tanto tiempo atrás: “Eso se debe a que nuestros hombres están muriendo”.
—¡Soldado! ¡Levante la cabeza! —gritó un uniformado desde el vehículo.
Hiena obedeció incorporando su cabeza gacha.
Recapituló y recapituló en el pasado, hasta tal punto, en que llegó a la primera vez en que su padre le habló sobre sus días en la guerra. No lograba acordarse en que época sucedió, o cuantos años es que tenía por aquel entonces. ¿Siete quizá? ¿Tal vez menos? Lo importante es que fue en un momento en el cual la infernal radio aún no había aparecido para hipnotizar a su progenitor. Trató de hacer memoria, de hilvanar las palabras transmitidas por Celesios, pero lo único que le llegó a la cabeza, la única palabra que no se escapaba de un borroso recuerdo era: “¡Demonios!” Esto era una guerra de demonios, y Hiena se había olvidado por completo de lo que eso implicaba. Volver a imaginar sus pieles oscuras, sus lenguas, sus garras, sus ojos negros y sus cuernos puntiagudos y retorcidos.
—¿Cómo es posible que se me pasara por alto algo cómo eso? —se dijo Hiena en un soliloquio.
Algunas personas desplegaban sus banderas hatadas a unos largos palos que hacían de asta, otros las ondeaban con vehemencia por el balcón de sus casas.
El jinete lideraba la marcha con aquel caballo impecable. El equino galopaba mientras el jinete sujetaba con su mano derecha un sable de metal centelleante, en alto y hacia delante. El sonido de las pezuñas era eclipsado por los humanos.
¡Hiena! ¡Hiena! La cabeza de la joven palpitaba.
A lo lejos y sin saber por qué razones, se le vino a la mente aquella frase tallada por su hermano mayor, escrita en la pared de su casa. Pensó y pensó hasta que al fin dio en el clavo: “¿Cuál es la diferencia?”. Y se la repitió incansablemente.
En todo el tiempo que estuvo en la base militar, en todo su recorrido por la avenida… Nunca vio a un demonio aliado.
Un frío congelado se instaló en su cuerpo. Pudo sentir que le faltaba el aire en los pulmones y una opresión en el pecho. Sus dedos pálidos se tornaron grises paulatinamente y luego se cubrieron de un negro fúnebre. Se quedó pasmada, quieta mientras otros Defensores la sobrepasaban. El negro se expandió por toda su piel. Sus uñas se alargaron rompiendo sus cutículas. Pronto, su cabeza comenzó a pesarle más de lo normal y, en el suelo, la sombra de su figura comenzó a deformarse, formando unas salientes que huían del casco.
Nadie parecía atestiguar la situación.
Hiena se apresuró a su sitio original.
Para la joven Hiena, la vida como la conocía se terminaba con cada paso del polvoroso trayecto. Sus memorias la impulsarían. Su futuro incierto no debería importar y su tiempo debería detenerse en el ahora. Porque sus manos sostienen una balanza y con cada disparo la inclinaría. Con cada disparo que dé en su objetivo, con cada disparo que sus compatriotas dieran en el blanco la guerra estaría a un paso más de un posible fin. No obstante, al mismo tiempo, cada ráfaga, cada estallido de pólvora y fuego alargaría esta misma o la acortaría y, tristemente, eso nadie lo sabe. Ni ella, ni sus superiores, ni el presidente, ni el enemigo de la república, ni los demonios…
Ahora, Hiena… ya no le teme a nada.
El caballo representa la fortaleza y la lealtad del pueblo.
La cabeza de dragón: el odio que lo consume.
El fuego: la capacidad para herir con las palabras.
El triángulo marrón: la tierra.
El triángulo amarillo: el sol.