El último aleteo de mis mariposas

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Llegué a Mallorca un lunes 4 de septiembre de 1995, y apenas el avión tocó tierra, el nerviosismo en mi pecho aumentó. Desde la ventanilla, vi cómo el paisaje de la isla se desplegaba bajo un cielo inmenso y despejado. El azul profundo del mar rodeaba la tierra como un abrazo, y en la distancia, las montañas se alzaban majestuosas, como si quisieran darme la bienvenida a esta nueva etapa. El aeropuerto estaba lleno de turistas que, al igual que yo, habían llegado en busca de algo. Para ellos, unas vacaciones; para mí, un nuevo comienzo.

Al bajar del avión, el aire caliente me golpeó de inmediato. A pesar de que ya era septiembre, el calor húmedo parecía decirme que aquí el verano no se iba fácilmente. El olor a sal y queroseno se mezclaba en el ambiente, y mientras avanzaba por la pista, cargada con mis maletas y mis miedos, sentí que esta isla sería testigo de algo importante.

Al pasar por el control de equipaje y recoger mis maletas, me dirigí hacia la salida. El bullicio del aeropuerto, con voces en diferentes idiomas y turistas apurados, me hizo sentir extrañamente sola. Era como si todos supieran exactamente a dónde iban menos yo. Mis maletas, las reales, estaban llenas de ropa, zapatos y material para la universidad, pero la que más pesaba era la invisible, la de mi ansiedad. Ese peso lo sentí apenas puse un pie en la terminal. Mallorca era hermosa, sin duda, pero a mí me costaba ver más allá del nudo que tenía en el estómago.

En el trayecto hacia la residencia, el taxi atravesaba paisajes que parecían sacados de una postal. Casas encaladas, pinos que se mecían con la brisa y el mar, siempre a lo lejos, brillante y sereno. La belleza de la isla contrastaba con la tormenta interna que llevaba dentro. Intentaba calmarme observando el paisaje, pero cada vez que cerraba los ojos, el pensamiento de lo que me esperaba aquí se apoderaba de mí.

Me esforcé por centrarme en lo que veía desde la ventanilla: turistas caminando por la calle, ciclistas subiendo colinas, y un horizonte infinito que parecía prometer calma. Pero por dentro, cada kilómetro me acercaba más a lo desconocido, y mi corazón palpitaba cada vez más rápido. Sabía que este lugar sería el escenario de un nuevo comienzo, pero también temía lo que eso significaba. ¿Estaba lista para dejar atrás lo que había sido y enfrentar lo que estaba por venir? El paisaje me hablaba de tranquilidad, pero dentro de mí, la ansiedad insistía en acompañarme.

El primer día en la residencia fue… raro, como todo lo que es nuevo. Después de subir los cinco pisos con las maletas (y la dichosa maleta emocional), me encontré con el recibimiento de mis nuevos compañeros de residencia. Algunos parecían más amables que otros, pero a todos los sentí con las mismas ganas de empezar de cero, como yo, aunque algunos llevaran algún año más allí. Mi habitación era más pequeña de lo que imaginaba, pero tenía una ventana con su balcón que daba a una coqueta calle, y pensé que al menos ahí no me sentiría tan sola.

Esa tarde fui al campus. Los edificios enormes, los pasillos interminables… me sentí una pequeña hormiga en medio de aquella colonia de estudiantes. Me daba igual, me recordé que esto era lo que había soñado cuando se materializó la posibilidad. Las clases fueron intensas desde el principio: Historia de la Psicología, Métodos de Investigación en Psicología, Psicología Social, etc. Las presentaciones... siempre incómodas. Me sorprendió encontrarme con Lucía, una chica del instituto. No éramos amigas, de hecho solo nos conocíamos de vista pero ahora, tan lejos de casa, nos convertimos en aliadas, aunque apenas teníamos cosas en común. A veces solo necesitas a alguien que no te haga sentir sola.

La residencia empezó a sentirse más como un hogar después de un par de semanas. Elena, dulce como el azúcar, estudiante de enfermería, siempre preocupada por los demás. Luego estaba Sergio, seguro de sí mismo, estudiante de empresariales, un tipo que no necesitaba decir mucho para que todos supiéramos que tenía todo bajo control. Eva, la independiente, siempre rodeada de chicos, estudiando educación física y con poco interés en hacer amigos en la resi. Juan, el opositor a notario, tímido y serio como una roca. Vicente, el campechano algo gruñón, estudiante de económicas, siempre con una sonrisa y un chiste a mano. Edu, reservado y siempre en su mundo. Marta, la brusca, que hacía siempre vida con su novio legionario. Y Pablo… Pablo era un chico atractivo, estudiaba derecho y tenía esa mirada que te hacía sentir que eras la única persona en la sala cuando te hablaba.

El primer sábado de marcha con ellos fue un caos divertido. Nos perdimos por la zona de bares, bebiendo y riendo. Recuerdo haber conocido a Alan, un chico de otra residencia que me dedicó unas cuantas miradas que no me pasaron desapercibidas, aunque este año yo no quería saber nada de chicos porque todavía tenía la herida de Javi abierta… y, aunque me doliera admitirlo, aún sentía que lo quería. Sin embargo, las primeras conexiones con mis compañeros empezaron a surgir, como si finalmente estuviéramos dejando de ser desconocidos para convertirnos en algo más cercano.

El domingo hicimos turismo por la ciudad. Paseamos, comimos como si no hubiera un mañana y terminamos en una de esas cafeterías emblemáticas de Mallorca, con una coca de patata y té en mano. Me sentí bien, como si finalmente estuviera encajando en mi nuevo entorno. Las primeras semanas estaban superadas.

Las siguientes semanas fueron de adaptación. Más confianza con los chicos y chicas de la resi, más salidas los viernes y sábados. Me estaba empezando a acostumbrar a esta nueva vida. Y entonces, un sábado, me topé con Ignacio. ¡Ignacio! ¿Qué hacía él aquí? Pero… ¿no iba a Barcelona?




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