Manuel no podía apartar la mirada de aquella figurita grotesca. Entre los puestos de la feria anual, repletos de amuletos y baratijas, el pequeño troll de cerámica destacaba por su peculiar fealdad. Sus ojos, dos canicas verdes incrustadas en la arcilla, parecían seguirlo. El cabello enmarañado y sus dientes chuecos no le daban un mejor aspecto.
—Es un troll de la fortuna— explicó la anciana del puesto, sus dedos nudosos acariciaron la figura como si fuese un hijo propio—. Los antiguos nórdicos los tenían en sus hogares para atraer la prosperidad. Solo hay que alimentarlos con semillas y ellos cuidan de ti.
Manuel sonrió con escepticismo, pero algo en aquellos ojos vidriosos lo cautivó, aunque no creía en esas cosas, era mejor que cuidar de una mascota, incluso no importaría si se le olvidaba alimentarlo un día o dos. Viviendo solo en un apartamento demasiado grande desde su divorcio, cualquier compañía, incluso la de una estatuilla horrible, era bienvenida. Pagó los 380 pesos sin regatear.
La anciana le entregó el troll envuelto en papel periódico junto con un pequeño pergamino amarillento con las instrucciones para su cuidado.
—Esto es importante —murmuró mirándolo con seriedad—. Síguelas al pie de la letra.
Esa noche, Manuel colocó al troll en su mesita de noche y, siguiendo las instrucciones, depositó un puñado de semillas de girasol en un pequeño cuenco frente a la figura que venía ya incluido en la estatuilla. Se sentía ridículo, pero ¿qué tenía que perder?, tal vez los 380 pesos que pagó, pero nada más.
La primera señal de que algo extraordinario estaba ocurriendo llegó una semana y media después. Su jefe lo llamó a su oficina, y para su sorpresa, le ofreció el puesto de concejal de Agricultura y Desarrollo Rural que había estado vacante recientemente. Su experiencia previa como técnico agrícola y el respeto que se había ganado entre los agricultores locales lo hacían perfecto para el cargo. El sueldo triplicaba su ingreso actual como empleado en la cooperativa agraria. Esa misma tarde su médico lo llamó: los resultados de sus últimos análisis mostraban una mejora inexplicable en sus niveles de colesterol y presión arterial.
Manuel miró al troll con nuevos ojos, y comenzaba a creer que ese pequeño tenía algo que ver con lo que estaba pasando en su vida. Cada noche, religiosamente, llenaba su cuenco con semillas frescas. Y cada mañana, el cuenco aparecía vacío. La vida de Manuel fue mejorando y todo parecía bien.
Pero entonces, algo cambió.
Una mañana encontró el cuenco intacto, era la primera vez que algo así ocurría, ¿por qué el troll no había querido comer nada? Las semillas seguían allí, pero entonces notó algo más, había una palabra arañada en el polvo de la mesa: "MÁS". Manuel duplicó la ración. Al día siguiente, la palabra había cambiado: "MEJOR".
Comenzó una progresión inquietante que tenía al hombre inquieto, pero como no quería perder todo lo bueno que había conseguido, decidió ceder a los caprichos de aquella figura grotesca. El troll rechazaba las semillas de girasol, exigiendo nueces, luego frutas secas, después carne cruda. Los cuencos de comida se hacían más grandes, y las exigencias más específicas. Manuel gastaba mucho más dinero en comida cara, sobre todo en carnes exóticas que eran difíciles de conseguir en el lugar donde vivía, pero el troll nunca estaba satisfecho.
Las pesadillas comenzaron sutilmente. Tenía sueños donde el troll crecía, donde sus ojos de canica brillaban en la oscuridad, donde su boca de cerámica se abría revelando hileras de dientes afilados que amenazaban con devorarlo. Manuel se despertaba sudando, con marcas de arañazos en los brazos que no recordaba haberse hecho, y que muy en su interior sabía qué lo provocaba.
Su nueva vida donde todo le salía bien y mejor comenzó a desmoronarse. Llegaba tarde al trabajo, siempre estaba exhausto por las noches sin dormir. Su apetito desapareció, cada vez que intentaba comer, recordaba los sonidos que escuchaba en la noche desde su habitación, sonidos de algo masticando, un ruido constante que venía desde la sala, lugar donde había cambiado a la figura cuando esta comenzó a volverse más exigente.
Una madrugada despertó con un dolor agudo en el dedo. Abrió los ojos y no necesito encender la luz para verlo. El troll estaba en su pecho, sus ojos verdes brillando con hambre a la luz de la luna. La sangre goteaba de su boca mientras masticaba, el dedo meñique de Manuel había desaparecido.
Gritando lo arrojó contra la pared, pero la figura no se rompió. Cayó al suelo con un ruido sordo y comenzó a arrastrarse hacia él dejando un rastro de sangre en la alfombra. Manuel corrió a la cocina, buscando frenéticamente algo para defenderse. En su mismo pánico tropezó con una silla y cayó, lastimándose la espalda. Desde el suelo, vio al troll acercarse, ahora del tamaño de un gato grande, sus movimientos eran fluidos, como si la cerámica se hubiera convertido en carne, esa carne que devoraba con impaciencia.
Fue entonces cuando recordó las palabras finales del pergamino de instrucciones que había leído el primer día, las que había ignorado por considerarlas absurdas: "El troll debe completar su ciclo. Solo el sacrificio voluntario del anfitrión puede romper el vínculo".
Manuel miró sus manos temblorosas y luego al troll que se acercaba lentamente a él. En algún lugar de su mente trastornada por el miedo, todo cobró sentido. El éxito sinsentido, aquel que había llegado sin esfuerzo, tenía un precio, y ahora era tiempo de pagarlo.