Las primeras luces del amanecer teñían el cielo con un matiz de azul y gris, apenas asomando sobre las colinas cuando Elian salió de la cabaña. El suelo húmedo y las hojas crujientes bajo sus pies le recordaban la reciente tormenta que había arrasado la noche anterior. El bosque alrededor de la aldea de Morin se mantenía en silencio, sumido en una quietud casi espectral, como si incluso las criaturas más pequeñas se resistieran a romper el encanto de la madrugada.
Elian se aventuraba cada mañana al bosque para buscar hierbas y raíces medicinales para su madre, pero aquella jornada el aire era distinto, cargado de un aroma metálico y algo inquietante que él no lograba identificar. Aun así, se adentró en la espesura, esquivando raíces y rocas cubiertas de musgo mientras la niebla se retorcía en remolinos bajos a su alrededor. Las ramas de los árboles parecían más torcidas, estirándose sobre él como dedos huesudos de gigantes escondidos en las sombras.
Avanzó con cautela hasta el claro donde solía encontrar raíces frescas y setas silvestres. Pero esa mañana encontré algo mucho más extraño. Al aproximarse, percibió un destello blanco entre las sombras. Era algo tan inusual que se quedó congelado en su lugar, observando desde la penumbra. Entonces, lo vio con claridad: un cuervo de plumaje blanco y brillante, algo raro en aquellas tierras. Pero lo que realmente le heló la sangre fue el estado en que se encontraba el animal.
El cuervo estaba herido. Una de sus alas yacía doblada en un ángulo antinatural, y la sangre oscura manchaba las plumas prístinas, creando un contraste inquietante. Sin embargo, no era el color lo que mantenía a Elián paralizado, sino los ojos del ave. Brillaban con una inteligencia imposible, como si el cuervo no solo estuviera consciente de la presencia de Elián, sino también de sus más profundos temores.
Mientras Elián observaba, el cuervo hizo un esfuerzo por moverse. Aleteó débilmente y emitió un sonido rasposo, una mezcla de graznido y susurro, que resonó en el aire denso del bosque. Sin saber por qué, Elián se acercó, sintiendo una curiosidad inexplicable, casi magnética. En susurros que parecían apenas perceptibles, el cuervo emitía lo que sonaban como palabras rotas: “...sombras... noche... destino…”
Elian retrocedió, sintiendo cómo una sensación de frío se apoderaba de su cuerpo. El cuervo lo miró fijamente, y en un momento de claridad inquietante, el joven comprendió que aquel animal no era simplemente un cuervo. Había algo oscuro en su mirada, algo que traía consigo el peso de años olvidados y misterios enterrados. Elian sintió que aquellos ojos le hablaban de cosas que no debería saber, secretos guardados en las profundidades de las sombras.
Sin embargo, algo dentro de él no podía apartarse. Sabía que aquella criatura, de alguna forma, estaba ligada a él, y que su destino parecía entrelazado con el de ese cuervo blanco. Haciendo acopio de valor, se agachó y alargó la mano con cuidado, intentando no asustar al ave. El cuervo lo observó, su mirada intensificándose, y Elian sintió que algo oscuro y antiguo le susurraba desde lo más profundo de sus pensamientos, como si una voz murmurara a través de un velo de tinieblas.
“¿Estás... aquí... por mí?” Murmuró Elián, siendo apenas consciente de sus propias palabras. La pregunta surgió de sus labios sin pensarlo, como si otra parte de su mente se estuviera comunicando con la criatura. El cuervo no respondió, pero sus ojos se centraron con un destello extraño, casi humano.
Antes de poder procesar lo que estaba sucediendo, Elian escuchó un crujido detrás de él. Se giró rápidamente, el corazón latiéndole con fuerza, pero no vio a nadie. El bosque parecía sumido en un silencio tenso. Cuando volvió la vista hacia el cuervo, éste ya no estaba. En su lugar, solo quedó un rastro de plumas blancas sobre el suelo y un fino hilo de sangre que desapareció en la dirección contraria.
Elian se levantó, todavía sin entender qué había presenciado, y comenzó a seguir el rastro, sintiéndose arrastrado hacia la espesura del bosque, hacia lugares donde los aldeanos no se atrevían a ir. La niebla se volvía más espesa a medida que avanzaba, y las sombras parecían alargarse a su alrededor, formando figuras distorsionadas que parecían susurrarle al oído. Siguió adelante, resistiéndose al miedo, como si algo más fuerte que él lo empujara a descubrir lo que se escondía en la penumbra del bosque.
A medida que avanzaba, los árboles se regresaban más retorcidos y las sombras más densas, hasta que el rastro de sangre se desvaneció. Elián se detuvo, mirando a su alrededor, cuando de repente escuchó el susurro inconfundible de una voz: “...Elián...”
El joven sintió que su nombre, pronunciado por aquella voz extraña, resonaba en el aire como una advertencia y una invitación a partes iguales. Siguió caminando, casi como si estuviera en un trance, hasta que llegó a un claro diferente, uno que no recordaba haber visto jamás.
Allí, en medio de las sombras, el cuervo blanco estaba posado en una rama baja, mirándolo fijamente. Esta vez no estaba sola; Sombras indistintas se movían detrás del ave, como figuras humanas que se desvanecían y aparecían entre los árboles. El cuervo emitió otro graznido, un sonido que reverberó como un eco en su cabeza, y Elián sintió un dolor agudo en el pecho, como si algo oscuro se hubiera implantado en su corazón.
Sin previo aviso, el cuervo comenzó a cantar, un canto oscuro y melancólico que llenó el claro y resonó en el bosque entero. Las sombras alrededor de Elian comenzaron a moverse en sincronía con el canto, y una niebla espesa y oscura comenzó a rodearlo, envolviéndolo en un abrazo helado.
Elián intentó gritar, pero ningún sonido salió de sus labios. Era como si el bosque entero, las sombras y el canto del cuervo, estuvieran encerrándolo en una prisión invisible, obligándolo a escuchar, a comprender los secretos que las palabras de los ancianos en la aldea apenas susurraban.