La niebla llegó como un visitante silencioso en plena madrugada, extendiéndose por la aldea como un manto espeso y húmedo que parecía absorber cualquier atisbo de luz. Elián se despertó temprano, inquieto y con el recuerdo del ritual aún fresco en su mente. La voz de los espíritus resonaba en sus pensamientos, como ecos de advertencias que no lograba olvidar.
Al salir de la cabaña, se dio cuenta de que la niebla era más espesa de lo normal, tan densa que apenas podía ver a unos pasos de distancia. Sin embargo, no era solo la falta de visibilidad lo que lo inquietaba; era la sensación de ser observado, de que algo oculto entre la niebla estaba esperándolo.
Al caminar hacia el bosque, Elián notó que los otros aldeanos también parecían perturbados. Algunos susurraban entre ellos, y otros, como la anciana Mirela, permanecían en silencio, observando la niebla con una expresión de preocupación. Nadie parecía dispuesto a aventurarse más allá de los límites de la aldea. Solo Elián, empujado por una fuerza inexplicable, se adentró en el sendero que llevaba al bosque, sintiendo que algo —o alguien— lo estaba llamando.
El ambiente se volvía cada vez más frío a medida que avanzaba. Los sonidos del bosque, usualmente vibrantes y llenos de vida, parecían haberse desvanecido, dejando solo el silencio y la sensación de vacío. Sin embargo, entre la niebla, comenzó a notar formas difusas que se movían, figuras oscuras que parecían deslizarse entre los árboles.
Elian se detuvo, tratando de enfocar la vista, pero las sombras parecían disolverse cuando intentaba observarlas con más detalle. La niebla le jugaba malas pasadas, y su imaginación comenzaba a llenarse de imágenes inquietantes, como si su mente intentara anticipar lo que realmente acechaba entre las sombras.
Fue entonces cuando un susurro rompió el silencio. Era bajo, apenas un murmullo, pero lo suficientemente claro para llegar a sus oídos. Se giró rápidamente, buscando el origen del sonido, pero no vio nada. Los árboles permanecían inmóviles, y la niebla se cerraba a su alrededor como una prisión intangible.
—Elián... —dijo la voz, un murmullo que parecía venir de todas partes y de ninguna a la vez—. Regresa… o enfréntate a la verdad que has olvidado…
El joven sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. La voz era profunda y parecía cargada de una autoridad antigua, como si proviniera de alguien que había existido mucho antes de que él naciera. No sabía si era la misma voz que había escuchado en el ritual, pero algo en su tono le resultaba familiar y perturbador.
Decidido a no dejarse vencer por el miedo, continuó avanzando, manteniendo su mirada fija en el camino frente a él. Los susurros se intensificaron a su alrededor, y de repente, las sombras comenzaron a tomar formas definidas. Figuras humanoides, altas y delgadas, se movían en la niebla, sus rostros borrosos y sus ojos brillando con una luz espectral.
Elian los miraba, incapaz de comprender si eran reales o si era su propia mente la que le jugaba una mala pasada. Una de las figuras, más definida que las otras, se acercó a él. Era una mujer de largos cabellos oscuros, con una expresión triste en el rostro y los ojos vacíos. Elian sintió una extraña conexión con ella, como si sus propios recuerdos le estuvieran mostrando algo importante.
—¿Quién eres? —preguntó con voz temblorosa.
La mujer lo observó en silencio, y sus labios parecieron moverse sin emitir sonido, pero Elian entendió sus palabras como si fueran susurros en su mente.
—Soy… lo que una vez fuiste… y lo que algún día serás…
Elian intentó comprender sus palabras, pero un repentino dolor agudo atravesó su mente, mostrándole una visión fugaz de una vida que no reconocía: un campo en llamas, una batalla entre sombras, y un cuervo blanco sobrevolando el cielo, como testigo mudo de una tragedia. ancestral.
La imagen desapareció tan rápido como había llegado, y la mujer también se desvaneció en la niebla. Elián se quedó allí, en silencio, con la respiración agitada y el eco de la visión aún vibrando en su mente. Sentía que cada paso que daba hacia el bosque lo llevaba más cerca de algo que no estaba seguro de querer descubrir, pero también sabía que no podía detenerse ahora.
Al dar un paso más, tropezó con algo en el suelo. Bajó la vista y vio una pluma blanca, similar a las que había encontrado cuando vio al cuervo. La recogió y la observó detenidamente, notando que, aunque era de un blanco inmaculado, parecía estar teñida de una especie de sombra oscura en las puntas, como si la pluma hubiera absorbido la esencia de las sombras.
La guardó en su bolsa y continuó avanzando, con el presentimiento de que la pluma era una especie de señal, un aviso de que el cuervo y él compartían un destino que apenas comenzaba a desentrañar.