El último hombre

Uno

Bajo el cielo abrasador de un sol despiadado, Jhon caminaba por las desoladas calles de Countdown, una ciudad fantasma cuya vibrante energía se había desvanecido junto con la humanidad. Las luces parpadeantes de los semáforos, las fachadas agrietadas de los edificios y los vehículos abandonados eran los únicos testigos de lo que una vez fue una civilización bulliciosa. El viento arrastraba polvo y papeles viejos, pero no había ningún sonido humano que lo acompañara, salvo el susurro de su respiración.

Jhon era el último hombre en la Tierra.

El parásito había llegado sin aviso, una entidad alienígena que había infectado a la humanidad de una forma insidiosa e imparable. Primero, fueron los enfermos, luego los ancianos, y como cereza en el pastel, todos los hombres, como si el propio parásito hubiera diseñado una selección específica. No había síntomas hasta que el cuerpo solo colapsó, agotado de su esencia vital. Sin embargo, por alguna razón que Jhon no comprendía, él había sobrevivido. No sabía si había sido por algún tipo de inmunidad, un capricho del destino o un propósito más oscuro que no alcanzaba a entender.

Su misión era clara. El peso de la supervivencia de la humanidad recaía sobre él. Debía llenar el mundo con su semilla, devolver la esperanza y restaurar la raza humana a través de los cuerpos de las mujeres que quedaban. Caminaba con ese propósito, con la carga de ser el último portador de la vida masculina en la Tierra.

Frente a él, una puerta se alzaba, simple y desgastada, como las otras. Tocó el timbre y el sonido resonó en la quietud de la calle, rompiendo el silencio sepulcral. Unos segundos después, la puerta se abrió a cámara lenta. En el umbral apareció Leticia, una joven de cabello oscuro y ojos brillantes, quien lo recibió con una sonrisa cálida, como si no existiera la tragedia fuera de esas cuatro paredes.

—Pasa, Jhon —habló ella con una voz suave, como un susurro cálido en medio del frío del desierto.

Jhon asintió, y cruzó el umbral. La casa era acogedora, decorada con colores cálidos y detalles que Leticia había reunido, quizás como un intento desesperado de aferrarse a la normalidad. Pero la normalidad ya no existía. Dentro de las paredes de la casa, se respiraba un aire cargado de expectativa, de una misión no discutida pero inevitable.

Leticia lo condujo hacia la sala de estar, donde un sofá grande y mullido los esperaba. Ella lo invitó a sentarse con un gesto de la mano.

—Espera aquí, te traeré algo refrescante —Mientras se dirigía hacia la cocina, sus pasos ligeros resonaban sobre el suelo de madera.

Jhon se hundió en el sofá, el cuero frío contra su piel, mientras miraba a su alrededor. No había fotografías familiares ni recuerdos de una vida pasada. Como todas las mujeres que quedaban, Leticia había sido testigo de la desaparición de su mundo, la muerte de sus seres queridos. Ahora, el mundo solo le ofrecía una opción: ser parte de la regeneración.

Leticia regresó con una bebida en la mano, una especie de jugo fresco que Jhon aceptó con un asentimiento. Ella se sentó junto a él, doblando las rodillas con elegancia y dejándose caer a su lado, tan cerca que podía sentir el calor de su piel.

—¿De qué quieres hablar? —preguntó Leticia, rompiendo el silencio mientras lo miraba con interés.

Jhon tomó un sorbo de la bebida antes de responder.

—Me interesan los deportes, la guerra y la diplomacia —reveló, casi de manera automática, como si estuviera recitando una lista en su mente. No era la verdad completa, pero tampoco era mentira. Había perdido interés en muchas cosas cuando el mundo se había desplomado, pero aún quedaba algo dentro de él que reconocía esos antiguos intereses.

Leticia sonrió jugueteando con su cabello.

—Me gusta el arte, los deportes también, y... bueno, las compras —dijo, aunque la última palabra sonó vacía, como un eco de un pasado que ya no podía existir en esta nueva realidad.

Durante varios minutos, la conversación fluyó de manera mecánica. Jhon no sabía cómo conectarse más allá de su misión. ¿Cómo podía haber placer o verdadero interés en medio de la obligación que los envolvía? Las palabras se sentían ligeras, triviales, como si ambos intentaran llenar el vacío de algo que no podía ser llenado solo con palabras.

Al fin, el silencio se asentó entre ellos. Jhon levantó la mano, sintiendo el impulso de avanzar hacia lo inevitable. Su mano rozó la mejilla de Leticia, y ella no apartó la mirada. Sabía lo que venía, lo que tenía que suceder. Él le contó la razón por la que estaba allí, aunque ambos ya lo sabían, aunque no hubiera necesidad de ponerlo en palabras.

—Es por la humanidad —murmuró, sin emoción, pero con convicción.

Leticia asintió con los ojos fijos en él, como si estuviera lista para aceptar el destino que había sido impuesto sobre ambos. No había resistencia, no había otra opción. Ambos entendían que lo que estaban haciendo no era solo por ellos, sino por algo más grande, por el renacimiento de una especie al borde de la extinción.

Jhon la besó, y ella se entregó a él, resignada, consciente de la necesidad, sin dejar espacio para la duda o el arrepentimiento.

La mañana siguiente llegó con la luz del amanecer filtrándose a través de las cortinas. Jhon se levantó de la cama donde Leticia yacía dormida, con una sonrisa tenue en los labios, envuelta entre las sábanas blancas. Se vistió en silencio, mientras ella permanecía en ese sueño tranquilo y frágil.




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