Jhon caminaba por las calles muertas de Countdown, el sol clavándose en su nuca como un hierro al rojo vivo. No había sombra, no había refugio. Solo edificios carcomidos y coches oxidados que parecían esqueletos de una era olvidada. El viento levantaba polvo y basura, pero no había ruido humano más allá del crujido de sus botas contra el asfalto agrietado. Respiraba por la boca para no sentir el hedor a descomposición que flotaba en el aire, aunque ya casi ni lo notaba. Era parte del paisaje ahora.
El parásito se los había llevado a todos. Primero los débiles, luego los viejos, después los hombres. No había avisado, no había dado tiempo. Un día estaban ahí, el siguiente se desplomaban como marionetas a las que les cortaron los hilos. Jhon no sabía por qué seguía en pie. Tal vez porque sí, tal vez porque algo en él estaba jodido de otra manera. No le importaba demasiado. Lo único que tenía claro era que debía seguir moviéndose, seguir buscando mujeres. Ellas eran las últimas piezas del rompecabezas. Sin ellas, todo terminaba. Con ellas, tal vez algo podía renacer.
La puerta frente a él parecía igual a todas las demás: madera astillada, pintura desconchada, una manija oxidada que chirrió cuando tocó el timbre. Esperó. El sonido del timbre rebotó en las paredes vacías de la calle, un eco que le hizo apretar los dientes. No le gustaba esperar. Nunca le había gustado, pero ahora menos que nunca. Cada segundo que pasaba era un recordatorio de que el mundo seguía pudriéndose mientras él trataba de arreglarlo con semen y sudor.
La puerta se abrió lentamente. Leticia apareció en el umbral, cabello oscuro cayendo sobre sus hombros, ojos brillantes que lo miraban sin odio ni lástima. Le hizo un gesto para que entrara, y él obedeció. Dentro, el aire era diferente. Olía a jabón y a algo dulce que no pudo identificar. La casa estaba limpia, ordenada, como si ella intentara mantenerse cuerda aferrándose a la rutina. Había colores cálidos en las paredes, pero nada personal. Ninguna foto, ningún recuerdo. Como si hubiera decidido dejar atrás el pasado y vivir solo en el presente.
Leticia lo llevó a la sala de estar. Un sofá grande ocupaba el centro, cubierto con una tela que alguna vez fue blanca. Ella le indicó que se sentara y desapareció hacia la cocina. Jhon se dejó caer en el sofá, sintiendo el cuero frío bajo sus manos. Miró a su alrededor. Todo estaba demasiado limpio, demasiado cuidado. Era como si ella quisiera fingir que el mundo afuera no existía, pero ambos sabían que no podía ser así.
Cuando Leticia regresó, traía una jarra de jugo y dos vasos. Sirvió uno para él y otro para ella, y se sentó a su lado. Sus rodillas casi rozaban las de Jhon. Él tomó un sorbo del jugo. Sabía a naranja, pero también a algo más, algo artificial. No dijo nada. No esperaba que supiera a algo mejor.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó ella, su voz suave pero firme.
Jhon dejó el vaso sobre la mesa y se encogió de hombros. No quería hablar. Hablar no iba a cambiar nada. Pero sabía que tenían que hacerlo, que tenían que fingir que esto era normal, que esto era una cita o algo así. Así que habló.
—Me interesan los deportes. La guerra. La diplomacia.
Ella lo miró, sus labios curvándose en una sonrisa pequeña. Jhon no sabía si era real o fingida. Probablemente fingida.
—A mí me gusta el arte. Los deportes también. Y… las compras.
Las palabras salieron de su boca como si fueran automáticas, como si estuvieran siguiendo un guion invisible. Jhon no sabía qué pensar. No sabía si ella realmente creía en lo que decía o si solo estaba tratando de llenar el silencio. No le importaba demasiado. Lo único que importaba era lo que venía después.
El silencio cayó entre ellos como una losa. Jhon dejó el vaso sobre la mesa y se inclinó hacia ella. Su mano rozó su mejilla, y ella no se apartó. No dijo nada. No hizo nada. Solo lo miró, sus ojos fijos en los de él. Jhon sabía que no había necesidad de palabras. Ambos sabían por qué estaba ahí. Ambos sabían lo que tenían que hacer.
Se besaron. Fue torpe al principio, como si ninguno de los dos supiera cómo moverse. Pero luego ella se relajó, y él también. No había pasión, no había deseo. Solo necesidad. Una necesidad cruda y brutal que los envolvía a ambos.
Cuando terminaron, Jhon se quedó quieto por un momento, mirando el techo. Leticia estaba a su lado, respirando despacio, sus ojos cerrados. No dijo nada. No había nada que decir. Se levantó, se vistió en silencio, y cuando estaba a punto de salir, ella habló.
—¿Volverás algún día para comerte la rosquilla?
Jhon se detuvo, su mano en el pomo de la puerta. Giró la cabeza hacia ella. Estaba sonriendo, una sonrisa pequeña y cansada. No dijo nada durante un segundo, y luego soltó una risa baja, casi inaudible.
—Tal vez.
Salió sin mirar atrás. El sol seguía quemando, el viento seguía soplando. Las calles seguían vacías. Jhon siguió caminando.