El último hombre

Tres

El cielo nocturno estaba cubierto de estrellas, pero la quietud aparente en el aire ocultaba la amenaza que acechaba. En un claro, a las afueras de la ciudad desolada de Countdown, tres figuras femeninas se mantenían firmes. Yoleida, Sara y Micaela, jóvenes y llenas de vitalidad, enfrentaban una criatura que no se parecía a nada que hubieran visto antes. El parásito había evolucionado. Lo que una vez fue una amenaza silenciosa, que ataca desde dentro, ahora había tomado una forma física más aterradora. Era un cuerpo larguirucho, sin piernas, que se levantaba como una serpiente gigante, con pinzas de hormiga al frente y dos extremidades superiores como las garras de una mantis religiosa.

El monstruo siseaba, balanceándose hacia ellas, mientras las mujeres, armadas solo con cuchillos improvisados y lo que quedaba de su fuerza de voluntad, se preparaban para lo inevitable. El terreno estaba lleno de escombros, y la oscuridad jugaba a su favor, pero el miedo era palpable.

—No dejes que te toque —gritó Yoleida, sus ojos llenos de determinación mientras la criatura avanzaba hacia ella.

Sara, más joven y más pequeña, se colocó a su lado, sus manos temblaban mientras apretaba su cuchillo.

—¡Micaela, cúbrenos desde atrás! —añadió Yoleida sin dejar de mirar a la bestia.

Micaela, la menor de las tres, se movió hacia el flanco de la criatura, buscando una oportunidad para atacar. Pero el parásito era demasiado rápido. Con un movimiento fulgurante, una de sus pinzas cortó el aire, rozando la mejilla de Sara, quien soltó un grito mientras la sangre brotaba de la herida superficial. En un abrir y cerrar de ojos, el parásito lanzó sus extremidades en todas direcciones, como si jugara con ellas antes de devorarlas.

—¡Resistan! —Yoleida gritó, empujando a Sara fuera del alcance de las pinzas y arremetiendo con su cuchillo contra el cuerpo viscoso del parásito.

Pero no fue suficiente. El golpe apenas lo inmutó, y la criatura, irritada, arremetió con más fuerza, derribando a Micaela con un golpe de sus extremidades delanteras. Ella cayó al suelo, jadeando por aire, mientras el monstruo se alzaba sobre ella, listo para atacar.

Justo cuando parecía que todo estaba perdido, una figura oscura se lanzó sobre la criatura desde las sombras. Jhon. Había llegado a tiempo.

—¡Aléjense! —rugió, con una furia contenida en cada palabra.

El parásito, al sentir la nueva amenaza, giró hacia él. En un movimiento rápido, una de sus extremidades delanteras barrió el aire y golpeó el rostro de Jhon con una fuerza descomunal. El impacto lo tambaleó, una línea de sangre brotó de su mejilla, pero eso no lo detuvo. Con un grito de rabia, Jhon se abalanzó sobre la criatura, sus manos desnudas aferrándose a la piel rugosa y resbaladiza del parásito. Con una fuerza sobrehumana, comenzó a desgarrar las partes blandas del monstruo, rasgando su carne con las manos y los dientes.

El parásito chilló, una mezcla de agonía y desesperación, mientras Jhon lo destruía poco a poco. Con un último tirón, separó la cabeza del cuerpo, y la criatura se desplomó en el suelo, inerte.

Las mujeres, jadeando y cubiertas de sudor y polvo, lo miraban con asombro. Jhon se dejó caer de rodillas, con el pecho subiendo y bajando con violencia, exhausto por la lucha. Los ecos del combate se desvanecieron en el aire, y la calma volvió al claro. La amenaza había sido eliminada, al menos por ahora.

Esa noche, tras haber reunido algunas provisiones, incluido el poco vino que quedaba en la ciudad, las tres mujeres decidieron celebrar. El peligro había pasado, y el alivio, mezclado con la adrenalina de la batalla, las llevó a un estado eufórico. Bajo la luz de una fogata, Yoleida, Sara y Micaela comenzaron a danzar, sus cuerpos moviéndose de manera bamboleante, torpes y erráticas debido al vino que fluía con libertad entre ellas.

Jhon, tumbado con la espalda apoyada en una gran roca, las observaba. Su cuerpo aún sentía el peso de la lucha, pero la vista de las mujeres bailando, riendo y tropezando unas con otras en una especie de torpeza embriagada, le arrancó una sonrisa. No había sido fácil llegar hasta aquí, y la realidad de su misión siempre estaba presente, pero por una noche, parecía haber una tregua en su lucha interna.

Las mujeres reían, caían, y se levantaban solo para tambalearse de nuevo. El vino había soltado sus inhibiciones, y sus movimientos eran cada vez más erráticos, pero también más libres. Yoleida se acercó primero, su cuerpo balanceándose con una gracia torpe mientras se arrodillaba junto a Jhon. Micaela y Sara la siguieron poco después, sus risas entrecortadas y los ojos brillantes.

—Perdónanos, Jhon —dijo Yoleida entre risas suaves, sus labios rozando su oído mientras se acomodaba a su lado—, por habernos escapado de la ciudad. Queríamos... queríamos sentirnos vivas, aunque sea por un momento.

—No deberían haberlo hecho —respondió Jhon, su voz grave, pero sin dureza. Estaba agotado, pero entendía el impulso detrás de su huida. Este mundo había robado tanto de ellas.

Sara y Micaela, sentadas ahora una en cada uno de los costados de Jhon, lo miraban con la misma expresión de arrepentimiento mezclado con afecto.

—Lo siento —murmuró Sara, recostándose en su hombro.

—Yo también —dijo Micaela, apoyando su cabeza en el otro.

Jhon las envolvió con un brazo a cada una, atrayéndolas hacia él, mientras Yoleida se acurrucaba en su regazo, apoyando la cabeza en su pecho. Por un momento, todo el cansancio de la batalla, el peso de la responsabilidad y las sombras de la extinción parecían desvanecerse en la calidez de esos cuerpos que buscaban consuelo, un escape de la realidad.




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