El último hombre

Cuatro

La ciudad de Countdown parecía una sombra de lo que alguna vez fue, sus edificios semiderruidos y las calles vacías testigos de la lenta caída de la civilización. A través de esas ruinas, Jhon se encontraba en pie, su cuerpo tenso, cubierto de sudor y sangre. A su alrededor, el aire olía a hierro y a podredumbre. Las criaturas, los parásitos que habían venido del espacio, seguían atacando, uno tras otro, incansables. Parecían interminables, como si cada golpe que les propinaba solo diera paso a un nuevo monstruo, más aterrador que el anterior.

El cansancio se cernía sobre él como una losa de plomo. Cada músculo en su cuerpo le dolía, pero no podía permitirse flaquear. Tenía que protegerlas. Las mujeres que estaban detrás de él, aquellas que le habían dado más que sus cuerpos; le habían dado su esperanza, su lealtad, y en muchos casos, sus corazones. Ellas eran la única esperanza para la raza humana. Ellas llevarían su semilla y restaurarían lo que había sido destruido.

Jhon no podía fallarles.

Uno de los parásitos saltó hacia él, sus mandíbulas abiertas en un chillido agudo y aterrador. Jhon lo agarró en el aire, sus manos aferrándose con fuerza al cráneo de la criatura mientras ésta se retorcía, intentando desgarrarlo con sus extremidades en forma de mantis. Jhon apretó los dientes, sintiendo cómo la adrenalina reemplazaba momentáneamente el agotamiento, y comenzó a golpear con su codo la cabeza del parásito, una y otra vez, hasta que la masa viscosa se rompió bajo sus golpes. El cuerpo del monstruo cayó inerte al suelo, pero otros ya lo reemplazaban, como una ola imparable.

Las mujeres, aquellas que ahora dependían de él para su supervivencia, observaban desde la seguridad relativa de un edificio en ruinas, sus rostros pálidos por el miedo, pero sus ojos llenos de una mezcla de determinación y devoción. Cada una de ellas tenía una historia con Jhon, y él lo sabía. No se trataba solo de salvar la humanidad, no solo de procrear para mantener viva la especie. Con el tiempo, había aprendido que cada mujer era única, que cada una de ellas traía algo diferente a su vida.

Leticia, siempre segura de sí misma, con su sonrisa tranquila y su pasión por el arte, había sido una de las primeras en abrir su corazón a él. No había sido fácil al principio, pero con el tiempo, Jhon había comenzado a sentir algo por ella que iba más allá de la obligación. Luego estaba Margarita, cuya intensidad emocional y celos habían demostrado que, aunque estaban atrapados en un mundo devastado, los sentimientos humanos no podían apagarse tan fácilmente.

Y ahora, estaban las nuevas, aquellas que habían llegado a él de otros lugares, mujeres que habían escuchado rumores sobre el último hombre, y que sabían que su única esperanza de supervivencia residía en él. Sara, Yoleida y Micaela, cada una con su propio dolor, sus propias cicatrices. Y sin embargo, todas le habían entregado su confianza, sus cuerpos y, eventualmente, sus corazones. Habían aprendido a aceptar la situación, a compartir un amor que nunca sería completamente suyo.

Pero había algo más. Algo que Jhon había descubierto con el tiempo: el amor no era un recurso limitado. En cada una de esas mujeres, había encontrado algo diferente, algo que lo hacía sentir completo de maneras que nunca había imaginado. No era solo un proceso de preservación de la raza; era más profundo que eso. Ellas lo habían enseñado a amar de formas que nunca había considerado posibles. Y él, de alguna manera, había aprendido a amar a todas ellas. Aunque la culpa de no poder ser solo de una lo atormentaba, había encontrado consuelo en el hecho de que ellas lo aceptaban, de que compartían ese amor por algo más grande que ellos mismos.

Otro parásito arremetió contra él, esta vez golpeando su costado con la fuerza de un toro. Jhon gruñó, cayendo al suelo, mientras el monstruo se abalanzaba sobre él. Con un rápido movimiento, logró patear a la criatura, apartándola lo suficiente para ponerse de pie de nuevo. Pero su respiración era errática, el cansancio lo estaba alcanzando.

En los últimos días, los parásitos habían comenzado a aparecer con más frecuencia, y los rumores que habían llegado a sus oídos lo llenaban de terror. Algunas de las mujeres de otras ciudades habían desaparecido misteriosamente, y se decía que los parásitos estaban utilizando los cuerpos de las mujeres humanas como incubadoras para sus crías. La imagen de esos monstruos reproduciéndose dentro de las mujeres lo llenaba de rabia, de una furia que lo impulsaba a seguir luchando a pesar de estar al borde del colapso.

Mientras combatía, la única pregunta que ocupaba su mente era si sería capaz de protegerlas, a todas ellas. No solo eran el futuro de la humanidad, eran mujeres a las que había llegado a amar, cada una a su manera. Sabía que no podía hacerlo solo, pero ¿qué más podía hacer? No había nadie más. Era el último hombre.

Un nuevo parásito emergió de entre las sombras, más grande y más rápido que los anteriores. Con un rugido de desesperación, Jhon se abalanzó sobre él, golpeándolo con todo lo que tenía. Codazos, puñetazos, patadas, lo que fuera necesario. Pero por cada criatura que derribaba, otra tomaba su lugar.

Mientras las criaturas seguían llegando, Jhon sintió que sus fuerzas comenzaban a flaquear. Su mente se nublaba, el agotamiento finalmente comenzaba a cobrarle factura. No sabía cuánto tiempo más podría resistir. Pero al mirar hacia las mujeres, que lo observaban con ojos llenos de preocupación y miedo, encontró un nuevo impulso. No podía fallarles.

—¡No se detengan! —gritó, lanzándose hacia la horda de parásitos con la furia de un hombre que ya no tenía nada que perder. Y, mientras luchaba, mientras su cuerpo era golpeado y su piel rasgada, una sola pregunta resonaba en su mente: ¿Podrá protegerlas?




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