“No lo eligió. Pero aquí está.”
— Matusalén, en defensa propia
Alphard caminaba con las manos en los bolsillos, dejando que su mirada vagara sin mucho interés por los altos pasillos, cuyos muros de piedra se teñían con el fulgor esmeraldino de las vidrieras. A su lado, Matusalén avanzaba con paso firme y espalda recta, a pesar de su apariencia de anciano encorvado y menudo.
—Te daré una pequeña introducción —dijo el viejo sin perder el ritmo—. No quiero que termines deambulando como un turista.
Alphard bufó.
—No prometo poner atención.
Matusalén lo ignoró con la naturalidad de quien ha vivido siglos.
—Cada mes —comenzó a explicar— se inician nuevos ciclos para los recién llegados. No importa cuándo arribes: siempre habrá materias abiertas, esperando ser descubiertas.
Pasaron junto a un gran ventanal, y la vasta vista de Mundaria se desplegó como un tapiz de estrellas dormidas. Alphard se detuvo un instante, casi entretenido.
—¿Así que hay principiantes todo el tiempo? —preguntó sin apartar la vista.
—Exacto —asintió Matusalén—. Además, hay clases tanto por la mañana como por la tarde. Un mismo tema se aborda en ambos turnos, y los alumnos deciden su ritmo. Algunos toman una clase, otros dos… incluso hay quienes resisten hasta nueve seguidas. Pero cada paso tiene su precio.
Descendieron por unas escaleras de piedra, talladas con antiguas inscripciones, hasta llegar a un corredor amplio, donde columnas grabadas con constelaciones sostenían el techo como si cargaran el cielo.
—Cada materia se reinicia mes con mes, pero los profesores cambian —prosiguió el anciano—. Hay hasta quince instructores para una sola asignatura. Así, quien descubre tarde su vocación, no debe esperar un año para aprenderla.
Alphard chasqueó la lengua.
—Suena demasiado considerado. Seguro hay una trampa.
—La única trampa, si quieres llamarla así, es la elección de especialidad. Cada quien debe escoger una… y con ello, una Casa.
Señaló una serie de estandartes que colgaban como constelaciones detenidas en el tiempo.
Uno mostraba un ojo dentro de una estrella de ocho puntas: la Casa Lumenar, los lectores del firmamento.
Otro, una torre abrazada por un anillo de estrellas: la Casa Caelora, guardianes del cielo sagrado.
Una estampa de cometa cruzando un sol ardiente: Ignisatra, los que desatan el fuego estelar.
Dos manos abiertas bajo una estrella serena: la Casa Solarae, sanadores de la luz celeste.
Y por último, un martillo cruzado con una pluma sobre una estrella mecánica: Astravex, forjadores del firmamento.
Alphard los miró uno a uno, deteniéndose en los detalles como quien intenta adivinar lo que no se dice.
—Las materias de tu especialidad serán obligatorias. Las demás, opcionales —dijo Matusalén con tono neutro.
—Así que puedo saltarme clases si quiero —comentó Alphard, entre curioso y desafiante.
—Si no te importa quedarte estancado, claro —respondió el anciano con una sonrisa que no terminaba de ser amable—. Aquí, el avance es del alumno. No hay “años” fijos al inicio… Un recién llegado puede alcanzar a otro con un año de ventaja en solo tres meses. O menos.
Continuaron por el extenso corredor, donde el eco de pasos se confundía con antiguos murmullos.
—¿Y si no?
—Entonces te quedas donde estás —dijo con naturalidad—. Cuando los temas se tornan más complejos, los proyectos finales exigen más que memoria: piden alma. Es allí donde se revela quién ha crecido… y quién simplemente ocupó un asiento.
Alphard se detuvo frente a una gran puerta doble. Detrás de ella se escuchaban risas, debates y el suave crujir de la magia en uso.
—Entonces… —musitó— aquí no basta con calentar el asiento.
—No —rió Matusalén, con un brillo antiguo en los ojos—. Aquí se forjan estrellas… o se apagan.
Alphard sonrió con esa arrogancia tranquila que siempre lo acompañaba.
—No pienso apagarme, anciano.
—Espero que no —replicó Matusalén con voz baja—. Aetherion es más salvaje de lo que parece.
Siguieron avanzando por corredores de piedra que parecían susurrar antiguas historias. La arquitectura comenzó a abrirse como si el corazón de la montaña se rindiera a la luz. Una brisa suave, casi celestial, acarició el rostro de Alphard cuando cruzaron un gran arco tallado con símbolos astrales. Del otro lado, el alma de Aetherion se desplegaba ante sus ojos.
El patio era un rectángulo perfecto, rodeado por los altos muros de la escuela, como si el conocimiento se guardara allí con devoción. En el centro, como un faro silente, se alzaba una fuente. Pero no era agua común lo que danzaba en su interior: era un espejo líquido del firmamento. Constelaciones vibraban en la superficie, cúmulos de luz se deslizaban con gracia, y el murmullo del agua parecía entonar una canción de estrellas.