“El pasado siempre encuentra la forma de arder otra vez.”
En las islas menores del imperio de Hydra, Ashlesha contemplaba en silencio, con los brazos cruzados y el corazón cargado de presentimientos.
Desde aquel rincón del cielo bajo, la silueta de Nymerya se recortaba a lo lejos como un sueño suspendido: la isla del trono, la joya en el abismo. Una fortaleza colgante, envuelta en ríos de luz líquida y en ruinas que ondulaban como serpientes dormidas. Un lugar consagrado, reservado no solo a una estrella… sino al eco de su corona: Alphard.
Pero algo, allí, había cambiado.
Una serpiente colosal de dos cabezas guardaba ahora la entrada a Nymerya. Su piel, blanca con manchas de sombra, destellaba con hilos dorados apenas perceptibles. Se movía como si danzara con la tempestad, con las fauces abiertas y los ojos encendidos por una luz que no nacía del mundo terrenal. Era Hydrys… y no estaba en calma.
—¡Déjame pasar! —clamó Ashlesha, alzando la voz con una mezcla de súplica y orgullo—. Solo quiero asegurarme… de que la sala esté intacta.
Hydys siseó. Un sonido grave, antiguo. Ambas cabezas lo miraron como a un desconocido. No era simple indiferencia: era repudio. Su cuerpo inmenso se irguió, partiendo el aire, golpeando la bruma sagrada que flotaba entre islas. Ashlesha intentó elevarse, surcar el arco estelar que conectaba su isla con la de Alphard…
Pero no llegó.
El látigo de una cola divina lo alcanzó con violencia, una embestida que lo arrojó hacia atrás como un lucero que ha perdido el rumbo. Cayó sobre una isla menor, envuelta en musgo celeste. El golpe fue duro, pero fue el orgullo lo que más le dolió.
—Ni siquiera… puede sentirme —susurró con la voz quebrada, mirando el cielo que ya no respondía a su nombre.
La estrella ardía por dentro. No de fuego, sino de impotencia. Y entonces… lo escuchó. Pasos tras de él. Conocía aquel ritmo, incluso apresurado: era Ghamyra.
—Ashlesha, ¿qué ha ocurrido? —preguntó, mirando a la bestia sagrada—. ¿Qué le ha pasado a Hydrys?
—No lo sé —dijo, sin despegar la vista—. Está alerta… pero más que eso, está ciego a mí. Algo lo ha provocado. Algo profundo.
Ghamyra vaciló. Su voz era apenas un hilo.
—Alphard… fue invocado ilegalmente.
Ashlesha giró el rostro hacia ella. Su expresión se quebró como el cristal bajo el frío.
—¿Qué…? —alcanzó a decir, mientras las palabras parecían no tener espacio en su aliento.
Ghamyra bajó la cabeza. Intentaba contener unas lágrimas que no eran de tristeza, sino de algo más antiguo… un pesar que venía del corazón del firmamento. No supo cómo explicarlo. No había palabras. Así que Ashlesha la abrazó.
Un instante. Solo eso. Pero en ese instante, el mundo pareció detenerse.
—Debemos hablar con el Firmamento —murmuró él, al separarse—. Esto es algo que nosotros solos no podemos resolver.
El regreso a la Sala de las Estrellas Vivas fue inmediato.
El caos aún reinaba desde que Alphard había sido invocado.
Estrellas colisionaban entre sí, algunas giraban perdidas, buscando guías que ya no estaban. Era un espectáculo brillante y caótico, casi violento, que solo Ghamyra había logrado contener… por un instante.
Todo comenzó a acelerarse, como si la misma sala hubiera sido herida por dentro. El detonante: la estrella que Matusalén había incrustado en Alphard. Una joya celeste con todo el idioma de Mundaria grabado en su núcleo. Su presencia alteraba el ritmo sagrado, forzando a la sala a trabajar más allá de sus límites.
El flujo de recuerdos se volvió incontrolable. Miles de fragmentos estelares brotaban a la vez, reviviendo invocaciones, pactos, susurros, destinos rotos. Las estrellas no podían organizarse, como si el tiempo mismo las traicionara.
Y entonces, ocurrió lo impensable.
La sala… se detuvo.
Las miles de luces quedaron congeladas en el aire, suspendidas en el acto mismo de existir. El aire se volvió denso, como si la eternidad contuviera el aliento.
—¿Se… detuvo? —preguntó una estrella, con un temblor en la voz.
—Eso no es posible… Solo podría detenerse si Alphard hubiese regresado —dijo otra, incrédula.
—¡¿Regresó?!
—No lo creo —respondió una voz más grave—. Con su mera presencia en Hydra, la sala habría comenzado a restaurarse.
—¿Creen que… le hicieron daño?
—¡No digas tonterías!
—Está dormido —interrumpió Ashlesha, apareciendo junto a Ghamyra.
El silencio fue inmediato. Dormido. Esa palabra no bastaba para explicar la quietud de la sala.
—¿Quieres decir inconsciente? —se atrevió a preguntar una estrella joven.
Ashlesha negó con suavidad, y tomó una estrella cercana entre sus manos.
—No. Dormido, de verdad.
Hizo una seña para que se acercaran. Las demás estrellas flotaron junto a él, expectantes. Con un gesto, Ashlesha activó un pequeño fragmento del recuerdo almacenado.