El Último Oráculo

CAPITULO 7.-

Era la primera vez que Amaris veía un lugar que no fuera el bosque. Dejaba que sus ojos se detuvieran en cualquier cosa y que su mente vagara con una imaginación imparable, la misma que la había mantenido cuerda todos esos años de exilio.

― ¿Qué es eso?― preguntó en voz alta.

Sin soltar las riendas del caballo, Abel giró para mirar en la misma dirección que ella.

―Son las caravanas de los gitanos.

― ¡Es tan colorido! ¿Qué es eso?― preguntó apuntando en la otra dirección.

Pudo escuchar a Abel gruñir algo casi inteligible.

―Son tiendas. Más allá hay bailarines, y un teatro. También está el patíbulo, por si le interesa.

Amaris lo miró con los ojos llenos de sorpresa.

― ¿Patíbulo?

Abel pareció perplejo por unos momentos, tratando de buscar palabras para explicar su pregunta.

―Es el lugar donde se hacen ejecuciones públicas― explicó Adam desde su caballo. Claramente el joven estaba conteniendo la risa. Su hermano le regaló una mirada molesta.

Amaris frunció el ceño, por su mente pasaron preguntas a las cuales los hermanos no tenían las respuestas ¿Por qué alguien querría hacer una ejecución pública? ¿Qué intentaban demostrar? Y como si hubieran quitado un velo de sus ojos, comenzó a ver más allá de esos detalles encantadores, de esos colores hipnotizantes.

Había personas, algunas estaban enfermas, pero todas trabajaban duro, se veían hambrientos y cansados. Amaris creyó que las cosas en el reino podían ser diferentes de los libros que leía, pero su blando corazón se sintió pequeño al darse cuenta de que la realidad copiaba a la ficción únicamente en los malos aspectos.

Esclavos. Todas esas personas eran esclavos. Niños, ancianos, mujeres y hombres enfermos.

Abel siguió la dirección de su mirada y le indicó que se sostuviera fuerte, pues continuarían el camino.

—Son esclavos— murmuró la joven.

— ¿Quién haría el trabajo si no los hubiera?—preguntó uno de los guerreros.

— ¡Ustedes mismos!— respondió enfadada.

El guerrero frunció el ceño en dirección a ella pero antes de que pudiera decir otra cosa, Abel la hizo girar al frente.

—Ya es suficiente, Marion— dijo el hermano menor. Sorprendentemente, el hombre no replicó.

Mientras avanzaban por el camino real que llevaba al castillo, Amaris siguió observando las tiendas de alrededor, los lugares para comer y todas las especias que en determinado momento inundaron el ambiente. Todo eso le gustaba, pero no podía sacarse de la cabeza que todo eso funcionaba por los esclavos. Las herraduras de los caballos hacían ruido contra las calles cubiertas de rocas. En un momento pasaron por un rio de gente dispuestos a recibirlos con pañuelos blancos y flores.

— ¿Ellos saben lo que ustedes han hecho?— preguntó Amaris.

— ¿Se refiere al hecho de que ayudamos a esclavizar a otros reinos? ¿A que sus habitantes son capturados y obligados a trabajar? ¿O que la hemos rescatado del bosque? No creo que las personas de este reino sepa lo que sucede— contestó Adam con cierto tono de sarcasmo.

— ¿Por qué trabajar para el rey entonces?— inquirió la joven.

—La paga es buena— dijo con una sonrisa petulante.

—No sabía que te gustaran las conversaciones sobre la política de los reinos, Adam— se burló Marion.

El silencio que siguió a ese comentario fue tan duro como la puñalada de un amigo, pensó Amaris.

Ella no pudo hacer comentario alguno, pues Abel acomodó el caballo a modo de quedar al lado de su hermano, los demás guerreros se formaron de una forma similar, para poder pasar a través de las pequeñas calles del reino, Amaris supo que se acercaban al castillo.

—Hubo una vez un reino que no necesitaba esclavos— murmuró Adam. Ella casi no podía escuchar sus palabras pues las voces de las personas y las pesuñas de los caballos lo opacaban—. Cada habitante se cuidaba solo, nadie trabajaba sin una paga justa y las decisiones no dependían de un rey tirano. Todas eran tomadas por un consejo de buenos hombres y mujeres. Y su rey era un hombre justo que...

—Es suficiente— interrumpió Abel y su hermano sacudió la cabeza, como si hubiera estado en otra parte.

—Pero claro— dijo Adam componiendo una sonrisa cínica—. Son solamente historias.

Amaris no supo reconocer las emociones en la voz de Adam mientras le hablaba sobre ese reino, pero supo descifrar el tono de Abel al reprender a su hermano, claramente era un tema del cuál no podían hablar.

Decidió permanecer en silencio el resto del camino. Simplemente observando con tristeza todas esas cosas que no podía arreglar, viendo trabajar a esas personas que no podía ayudar.

La caravana se detuvo unas horas después de salir de la ciudad y andar por el campo. Eso le pareció algo muy extraño, pues el castillo no parecía estar abierto para otros. Aunque si algo debía reconocer era que se trataba de una estructura maravillosa. Las torres casi rozando con las nubes, la construcción abarcaba kilómetros y kilómetros de estructura, además de los jardines, el castillo parecía tener la zona para sus habitantes, la parte para los prisioneros y otra para las fiestas. En pocas palabras, era un enorme lugar lleno de habitaciones, escaleras y muchos secretos. Amaris recordaba haber leído la historia del reino en uno de los libros que el ser llevaba para ella. Cuando se atrevió a preguntar de dónde venían, el ser le respondía que eran de un amigo.

Amaris nunca lo conoció, ni sabía porque lo llamaban su amigo, pero le agradecía desde lo más profundo de su alma todos esos regalos.

Cuando bajaron de los caballos, Abel y su hermano la escoltaron hasta lo que llamaron la sala del trono, en donde el rey la estaría esperando. Se había preguntado qué clase de gobernante sería, pues ni siquiera los guerreros que peleaban por él, tenían una buena opinión suya.

Los jardines que pudo percibir le parecieron magníficos, ya que el resto de la construcción la hacía sentir pequeña e inútil. Atravesaron un largo pasillo rodeado de habitaciones que ella no conocía.




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