El Último Oráculo

CAPITULO 10.-

 

Cuando los días eran oscuros y los dioses caminaban entre los hombres, no había algo que los frenara. No había favoritos ni bendecidos. Existían personas que trabajaban para ellos. Se manchaban las manos con sangre, mientras que los dioses se hacían más fuertes por el sufrimiento de los mortales.

Las bestias les servían para matar a aquellos que decidían rebelarse. Eran tiempos de oscuridad para los hombres, quienes simplemente se dedicaban a acabar con sus hermanos, ya fuera por petición de los dioses o por aliviar sus calvarios.

Y en esos tiempos fue que nacieron los Guardianes...

—Leyendas para niños— espetó Taisha.

—Pero...

—Dije que son leyendas para niños. Pregunte a cualquiera en el castillo, todos le dirán que son tres, en especial las viejas sirvientas, a ellas les gusta contarlas, sobre todo las historias del bosque.

—Lo invade la oscuridad de los viejos días, nadie que entra logra salir con vida. Hasta el más valiente de los guerreros teme estar frente a ese lugar espectral.

— ¡Vaya!— exclamó Taisha con una media sonrisa— ¿Realmente te guardas todo lo que lees, no?

— ¿Y qué más puedo hacer?— inquirió Amaris—. En este lugar todos tienen ocupaciones. Todos excepto yo.

—No quiera estar ocupada tan pronto. Cuando el rey la mande llamar, le aseguro que no querrá tarea que él imponga.

—Siempre puedo negarme— dijo Amaris con total seguridad.

La mirada que Taisha le regaló, la hizo sentir estúpida.

Amaris suspiró y miró al frente. Había pasado mucho tiempo sola en ese castillo. Abel siempre enviaba diferentes guardias para que la vigilaran, pero ninguno de ellos hablaba con ella. No era muy diferente de cuando estaba en el bosque.

Pasaba mucho tiempo en la biblioteca del palacio, aquella que estaba abierta para los estudiosos, pero tenía prohibido entrar a la de la familia real. Leía sobre cualquier cosa, en especial sobre temas de historia, le gustaba saber acerca de los Guardianes, los Oráculos, las Bestias... pero evitaba a toda costa los temas sobre los Seres, cada vez que un libro iba en esa dirección, ella lo cerraba y buscaba otra cosa.

Cuando la biblioteca no se sentía como suficiente, ella paseaba por el castillo, al menos por los lugares que le eran permitidos, como los jardines, las torres, las calles que daban al campo, pero no la dejaban ir al exterior, cuando se dirigía a la salida, Abel siempre estaba en su camino, ella se preguntaba como lo hacía.

A veces iba por los pasillos, y se encontraba con personas de la corte, quienes evitaban mirarla a los ojos. Eso la molestaba un poco, aunque la mayoría del tiempo les dedicaba una sonrisa y un ligero asentimiento.

A pesar de que las personas la evitaban, a ella le gustaba caminar. Conocer más lugares y expandir sus horizontes, parecía que su curiosidad no tenía límites, ya que en lugar de encontrar respuestas, había sitio para más preguntas.

Una de sus actividades favoritas hasta el momento, era observar cuando los guerreros entrenaban. Se dio cuenta de que los hermanos solían entrenar aparte. Y de que Gabriel los instruía a todos ellos, a pesar de que ya eran considerados de la élite. Y Amaris se daba cuenta de que siempre hacían algo mal. Estaban distraídos o reían por algo, y Gabriel los castigaba haciendo ejercicios extra o sin cenar. En ocasiones Abel lo ayudaba.

Amaris solía ver mucho al menor de los hermanos, ya que la escoltaba cada vez que tenía la oportunidad de hacerlo.

En esta ocasión, ella había llevado un libro sobre el árbol genealógico de la familia real. Lo que llamó la atención de Taisha y se sentó a su lado para charlar, lo cual no pareció molestar a Gabriel. El hombre trataba a Amaris como si fuera una de ellos, la saludaba con un asentimiento y le pedía que se marchara cuando se volvía una distracción para los guerreros. A veces la dejaba sostener los cuchillos que los de la élite utilizaban para practicar su puntería. Nunca le había pedido que los lanzara, solamente recogerlos y entregarlos al guerrero correspondiente. Había servidumbre que se encargaba de eso, pero a ella no le importaba pasar tiempo con ellos.

— ¿Y bien?— preguntó Taisha mientras se hurgaba los dientes con la punta de una daga— ¿Ya encontraste algo interesante?

Amaris apretó el libro entre sus manos y frunció el ceño.

—Nunca me han gustado los libros incompletos.

Taisha soltó una risa y bajó la daga. Ella estaba empapada en sudor, su cabello estaba pegado a la cara y cuello. Utilizaba esa ropa de cuero que solo había visto usar a los guerreros.

—Entonces no deben gustarte muchas cosas.

—Las personas— dijo Amaris. Taisha le regaló una mirada confundida—. Las personas incompletas llaman mi atención. Me gustan porque siempre están buscando aquello que les falta— agregó mirando a los hermanos mientras entrenaban.

Ellos chocaban espadas, y siempre que Adam daba un paso en falso, Abel ya estaba ahí, esperando por el siguiente movimiento de su hermano. Ambos llevaban la misma ropa de cuero que los otros guerreros. Pero ellos llevaban un trozo de tela atado al hombro derecho, Amaris se preguntó si era para ocultar algo.

— ¡Hey!— exclamó de pronto Taisha. Amaris la miró.

—Ahora— dijo Gabriel dándoles una mirada de advertencia. Amaris se dio cuenta de que el líder había lanzado un par de cuchillos en dirección a Taisha—. Deja de perder el tiempo.

La guerrera compuso una cara seria y se levantó de un salto para ir al círculo de entrenamiento.

Los guerreros se mantenían con un ritmo constante. Había un lugar especial para que ellos entrenaran, detrás de esa torre en la que dormían y hacían sus fiestas. Únicamente los hermanos y Gabriel tenían un lugar aparte, en el castillo. El circulo de entrenamiento era algo normal, pensó Amaris cuando lo vio. Estaba al lado del último jardín, aquel que estaba más descuidado, pues las plantas y enredaderas subían casi hasta la muralla del castillo. Había relojes de sol y fuentes con agua apestosa. Y luego estaba el área de entrenamiento, dónde nadie los podía ver desde las ventanas del castillo, y tampoco alguien de la corte se atrevería a bajar hasta ese lugar. Un terreno cubierto de lodo y pasto, dónde las armas descansaban a la luz del día, lleno de artefactos de madera para escalar y hacer toda clase de piruetas.




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