Susana se encontraba sola en la sala de proyección, rodeada por el silencio y la oscuridad del teatro. Su mente divagaba entre los recuerdos de las películas de terror que había visto a lo largo de los años; cada escena de sangre y gritos resonaba en su cabeza, amplificando su miedo. No podía evitar preguntarse si aquella noche de Halloween se había convertido en una de esas películas, una en la que los personajes hacían todo mal y pagaban el precio.
Con cada segundo que pasaba, el pánico comenzaba a deslizarse por su columna vertebral, y decidió que era hora de abrir la puerta y ver qué estaba sucediendo con sus amigos. A medida que se acercaba a la entrada, su corazón latía con fuerza, y la sensación de que algo horrible había ocurrido la detuvo en seco. Cerró los ojos por un instante, conteniendo la respiración y aferrándose a la manija de la puerta.
Finalmente, reunió el valor suficiente y empujó la puerta con un movimiento brusco, la visión que se presentó ante ella fue como una pesadilla hecha realidad: los cuerpos de Ricardo y Carla yacían en el suelo, inmóviles, cubiertos de sangre.
La sala de proyección, que antes había estado llena de promesas de diversión y aventura, ahora era una escena de horror indescriptible. Susana gritó, un grito desgarrador que resonó en todo el teatro, y sus piernas casi se negaron a moverla.
La imagen de sus amigos, tan llenos de vida y risas poco antes, contrastaba violentamente con lo que ahora veía. No podía creer que estuvieran ahí, tan frágiles y silenciosos, como si el horror hubiera absorbido todo rastro de alegría y juventud.
Al oír su grito, León y Tobías, que se encontraban en sus respectivas búsquedas, se congelaron. El eco de su voz trajo un escalofrío a sus espinas y, sin pensarlo dos veces, corrieron hacia la sala de proyección.
Cuando llegaron, encontraron a Susana aún paralizada en la entrada, el rostro pálido y los ojos llenos de terror.
—¡Susana! —exclamó León, con la voz tensa—. ¿Qué pasó?
La respuesta de Susana fue un gesto hacia el interior de la sala. Sin dudarlo, León y Tobías se asomaron, y lo que vieron hizo que sus corazones se hundieran en sus pechos. Los cuerpos de Ricardo y Carla estaban ahí, y el horror se hizo palpable.
—No... no puede ser —murmuró Tobías, sintiendo que el pánico comenzaba a desbordarse—. ¡Esto no está pasando!
En un instante, la adrenalina reemplazó su miedo. León gritó:
—¡Tenemos que salir de aquí!
Sin pensar en nada más, el trío se dio la vuelta y corrió por los pasillos del teatro, atravesando la oscuridad con la única idea de llegar a la camioneta y escapar de ese lugar maldito.
Sus pasos resonaban en el suelo, el eco de sus respiraciones entrecortadas llenando el aire tenso y pesado. Las sombras parecían alargarse y cerrarles el paso, como si el teatro en sí mismo intentara retenerlos. La única luz que los guiaba era la que desprendía la linterna de Tobías, y a medida que se acercaban a la salida, el miedo se transformaba en pura urgencia.
Finalmente, lograron salir al exterior, sintiendo cómo la brisa fresca de la noche contrastaba con el calor sofocante del terror que llevaban dentro. Sin detenerse, se lanzaron hacia la camioneta, ansiosos por alejarse de aquel lugar que ya se había llevado a sus amigos y prometía más horror.
—¡Rápido, suban! —gritó León, mientras luchaba por abrir la puerta de la camioneta con manos temblorosas.
Cuando los tres amigos lograron subir a la camioneta, la adrenalina aún corría por sus venas. Tobías se apresuró a girar la llave en el encendido, pero su corazón se hundió cuando se dio cuenta de que no estaba allí.
—¡Las llaves no están! —exclamó, mirando con desesperación a León y Susana.
León, sintiendo la presión del pánico en su pecho, recordó cómo habían dejado las llaves en el salpicadero antes de entrar al teatro. La idea de que ahora podrían estar fuera de su alcance lo llenó de terror.
—¡¿Qué?! —gritó León—. ¿Dónde están?
Susana, asustada, se asomó por la ventana del lado del conductor, intentando buscar a su alrededor. Fue entonces cuando notó una figura destacándose contra la oscuridad del lugar. El aire se le heló en los pulmones y un escalofrío recorrió su espalda.
—¡León! —susurró, señalando hacia afuera con un dedo tembloroso.
Frente a ellos, a unos metros de distancia, estaba el desconocido asesino, su figura alta y oscura iluminada por la luz tenue de la luna. El brillo frío de su máscara de tela negra reflejaba la luz, y lo más aterrador de todo era que, con un gesto despreocupado, sostenía las llaves de la camioneta en su mano, agitándolas suavemente como si fueran un trofeo.
Los tres jóvenes se quedaron helados, sus corazones latiendo a mil por hora. No podían creer que, después de todo lo que habían vivido, ahora estaban a merced de esa figura siniestra que parecía haberse materializado de las sombras.
—¿Qué hacemos? —susurró Susana, su voz temblando de miedo.
León, con la adrenalina corriendo por sus venas, miró a su alrededor, buscando alguna forma de escapar. No había tiempo para pensar, solo podían actuar. Con el terror nublando su juicio, levantó la mano y golpeó el salpicadero, haciendo que el sonido retumbara en la noche.
Editado: 18.07.2025