El último soplido del dragón

1

El eco de la escama dorada

El viento frío del Paso del Grito de Àrboles no llevaba el olor a pino y nieve que se esperaba, sino el penetrante aroma a hollìn y ceniza. Elìas, un joven de diecinueve años con el cabello tan negro como la noche sin luna, lo olfateò, un nudo formàndose en su estòmago. En su hombro, su huròn, Pip, se removìo intranquilo, sus pequeños ojos de ònice fijos en el horizonte.

-No te gusta esto, ¿verdad, Pip? - murmurò Elìas, acariciando el pelaje castaño del animal.

El huròn chilló en respuesta.

Abajo, en el valle, la aldea de Barro Hùmedo era solo una silueta oscura contra el cielo plomizo. Pero una columna de humo, densa y negra, se elevaba desde el centro, manchando el gris del atardecer. No era el humo de las chimeneas. Era el humo de la destrucción.

Elìas corriò. Sus botas de cuero golpeaban la tierra congelada mientras descendía la senda, su corazòn latiendo al ritmo de la tragedia inminente. Dejó atrás los viejos robles que marcaban la entrada al valle y llegó a la llanura.

Elìas detuvo su carrera. El aire se le escapó de los pulmones.

La aldea estaba en llamas. Las cabañas de madera ardían como antorchas, sus tejados colapsando con un estruendo ahogado. Pero no había bandidos, ni monstruos de los bosques. En el centro de todo el caos, bajo un sol que se ponía con un sangriento fulgor naranja, una criatura se alzaba.

Tenía la piel hecha de roca basáltica, cada escama tan grande como el escudo de un caballero. De su boca abierta salía una humeante nube de calor, y sus ojos, dos ascuas rojas, brillaban con un odio antiguo. Era un drakor, una de las bestias aladas que se creían extintas hace siglos. Un dragón.

Elàs observò, impotente, cómo el drakor levantaba una de sus enormes patas y aplastaba lo que había sido la panadería de la señora Elara. El eco del colapso resonó en el valle, pero fue opacado por el rugido de la bestia, un sonido que era a la vez un grito de guerra y el aullido de un corazón roto.

Una pequeña figura salió corriendo de una de las casas en llamas, un niño de no más de cinco años. Grito por su madre, su voz quebrándose de miedo. El dragón se giró, su mirada de fuego se fijó en el pequeño.

Elìas sintió un escalofrío de impotencia, No tenía armas, solo una navaja de bolsillo y la ropa que llevaba puesta. Pero no podía quedarse quieto. El niño era el hijo del herrero, el pequeño Arin.

-¡Hey, bestia! -gritó Elìas, su voz sorprendentemente firme a pesar del terror que lo invadía.

El drakor se giró. Sus ojos escarlata se clavaron en él. Elìas como si el calor de un horno lo envolviera. Elìas trago saliva, pero mantuvo la mirada. Sabía que estaba desafiando a la muerte.

El dragón abrió su inmensa boca. Un resplandor anaranjado comenzó a formarse en su garganta, y elìas supo que lo siguiente que saldría de allí sería una llamarada.

Pero no fue así. De la boca de la bestia, no salió fuego. En su lugar, un torrente de polvo dorado, brillante como el sol, se derramó sobre la aldea en llamas. El polvo tocó las cabañas, los techos, las paredes, y las llamas se extinguieron, se reformaron, los tablones rotos se unieron como si el tiempo se hubiera revertido.

Elías parpadeó. Vio a Arin, el niño, de pie, ileso, un brillo dorado cubriendo su rostro. La madre del niño salió de lo que había sido su casa, ahora restaurada, y lo abrazó, llorando.

Elías levantó la mirada hacia el dragón, confuso. La criatura no lo miraba a él, ni a Arin, sino a su propia garra. Una de sus escamas, una única escama dorada, se desprendió y cayó al suelo, aterrizando con un suave clic en la tierra ahora limpia de cenizas.

El dragón emitió un gemido, un sonido triste y melancólico. Con un potente batir de alas, se alzó en el cielo, su sombra cubriendo el valle. Se elevó hacia las montañas, un punto oscuro que se hacía cada vez más pequeño, hasta que desapareció. Dejó un rastro de polvo dorado a su paso.

Elías, aún aturdido, caminó hacia donde había caído la escama. Era del tamaño de su mano, brillante y suave, y pulsaban con una energía extraña. Cuando la recogió, sintió un calor reconfortante. En su interior, vio una imagen: una mujer de cabello plateado y ojos de un verde esmeralda, que lo miraba con una expresión de profunda tristeza.

Era un recuerdo. Un recuerdo que no era suyo. Elías no lo entendió, pero supo una cosa. El dragón no había venido a destruir Barro Húmedo. Había venido a buscar algo. Y ahora que se había ido, el destino de la bestia y el de esa misteriosa mujer, estaban intrínsecamente entrelazados con él.

¿Qué era esa escama? ¿Y qué quería decir el dragón?



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En el texto hay: criaturas magicas, fantasia épica

Editado: 14.08.2025

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